na vez superado el momento festivo de las transiciones a la democracia, nuestros países empiezan a (re)descubrir el abismo que separa la realidad, rejega como es, de las expectativas. Las grandes ilusiones abiertas por el vuelco democrático en muchos de nuestros países, aunque no sólo en nuestro continente, actualmente parecen caminar aturdidas, faltas de energía, sin mayor confianza en el futuro ni en el manantial democrático.
No sólo debido a la históricamente desatendida desigualdad, asunto mayor por sí mismo, sino porque hoy tenemos que reconocer la presencia y extensión de agudas diferencias económicas, heterogeneidades productivas y estructurales, fragmentaciones regionales y vulnerabilidades institucionales, además de asumir, por mal que nos pese, que de nuevo la economía maltrecha con que contamos no rinde los frutos que de ella se esperan. Y así, el reclamo democrático del presente recupera o recoge el reclamo social no atendido por una economía que se transformaba.
Las reformas adoptadas a fines del siglo XX para modernizar las estructuras económicas, en clave globalista y de mercado, indujeron cambios importantes, aunque siempre segmentados, pero resultaron del todo incapaces para crear realidades institucionales y sociales menos injustas y economías más incluyentes.
No sobran hoy los críticos que preguntan si esas rondas reformistas se propusieron, en efecto, encarar las enormes fracturas que históricamente nos han caracterizado y forman parte del inventario histórico de nuestras respectivas evoluciones. En mucho, tendió a descansarse en los mercados que se abrían y diversificaban y que, por esa vía, traerían tarde o temprano los bienes terrenales de la modernidad tan ansiada.
Cada día resulta más cuesta arriba aceptar que la política y en especial la democracia y la economía, transformada o no, van por senderos separados, diferentes, y que implantar tal separación ha sido logro mayor de aquellas rondas reformistas. El mismo gobierno del presidente López Obrador ha presumido que uno de sus grandes logros fue separar la economía de la política y del Estado: sueño liberista cual ninguno.
Separar la política de la economía no llevó a una economía más eficiente, mucho menos desde el punto de vista social, pero dejó a las sociedades un tanto indefensas frente a la adversidad económica global que irrumpió en 2008-2009 y casi colapsó con la pandemia. Separar la economía de la política, aparte de ser imposible, es un sin sentido ahistórico y una barbaridad política.
Sus implicaciones están hoy siendo reconocidas en buena parte del globo donde se apela a retomar las formulaciones maestras de la economía mixta que la sociedad internacional pudo configurar después de las tragedias de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. La planeación, la necesidad de acuerdos sociales de gran calado para controlar la inflación, la reforma del fisco y el reconocimiento de la desigualdad ya no son vistos como algo innecesario o nefasto para la estabilidad de las naciones. Dejaron de ser palabras prohibidas.
Poco ha tenido que decir nuestra democracia, hecha gobierno desde fines del siglo XX, sobre esos despropósitos. Ningún debate abierto y deliberativo frente a estas dolorosas llamadas sobre una crisis mayor que se acerca. En las recientes campañas presidenciales la economía, para no mencionar al desarrollo, fueron temas en blanco y las políticas mayores, ensayadas en Europa y Estados Unidos, brillaron por su ausencia. Para qué hablar de la reforma hacendaria, la fiscal y tributaria en particular, convertida por el gobierno y su coalición gobernante en mala palabra nunca pronunciada.
En vez de reflexiones y debates sobre estas cuestiones, se impuso la superchería sobre el espacio fiscal
, el Estado profundizó su secular debilidad financiera e institucional, y sus dirigentes y reguladores renunciaron a, por lo menos, soñar con un estado de bienestar digno de tal nombre.