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Queremos justicia, no sólo rescate, reclaman viudas de Pasta de Conchos

Insisten en culpar de la tragedia a Larrea, dueño de Grupo México

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▲ Las viudas Tomasita Martínez Almaguer y Rosa María Mejía Rivera.Foto Sanjuana Martínez
 
Periódico La Jornada
Domingo 23 de junio de 2024, p. 8

San Juan Sabinas, Coahuila. ¿Qué voy a hacer? –la pregunta parece retórica, pero a Rosa María Mejía Rivera se le llenan los ojos de lágrimas y le resulta casi de vida o muerte–. ¿Qué voy a hacer cuando me entreguen los restos de mi marido si mi vida está aquí desde hace 18 años? Mi vida es esto: vigilar la entrada a la mina Pasta de Conchos.

Rosa María no sabe de duelos, mucho menos de sicólogos o de la llamada etapa de negación. Aquel aciago 19 de febrero de 2006 su vida quedó suspendida junto a la acumu-lación de gas metano que cerró la mina con 65 trabajadores dentro. No hubo explosión. Fue negligencia.

Creció en la zona carbonífera donde la prosperidad llena los bolsillos de empresarios y coyotes del carbón, pero hunde en la miseria a los trabajadores que alcanzan paupérrimos salarios, entre 900 y mil 500 pesos semanales. Aquí la esclavitud sigue vigente. Ella sabe que la pobreza muerde el alma y el hambre aprieta el estómago:

Nosotros comíamos ratas, zorrillos, conejos, aquí no había más, dice sin pretender ocultar su origen; ese mismo origen que a su marido, Rolando Alcocer Soria, lo condenó a ser minero y a la muerte.

Atrás de ella está el viejo edificio de la mina con su irónico lema: Vea, escuche, piense, viva con seguridad: Murieron porque no había seguridad. Estoy esperando que me lo entreguen, yo sé dónde lo voy a sepultar, lo que no sé es dónde voy a encontrar justicia. Veo que a este asesinato ya le quieren dar carpetazo. Se nos quebranta el alma. Por eso vamos a demandar. Fue un homicidio industrial. Los dejaron morir. Nosotras siempre lo dijimos y teníamos razón, no hubo explosión. Los mataron de hambre y sed, afirma, sin poder contener la indignación.

Le brillan los ojos del enojo, le tiembla la voz y frunce el ceño. El culpable, dice, tiene nombre y apellidos: Germán Larrea Mota Velasco, dueño de Grupo México: Él es un monstruo. En el evento donde vino el presidente López Obrador (14 de junio) no se nos permitió el micrófono. Sentí mucha impotencia porque no nos dejaron hablar. Luisa María Alcalde nos advirtió que no se hablara del sindicato de Gómez Urrutia ni de Larrea para evitar problemas. Napoleón es el único que nos ha ayudado. Están muy equivocados. No puede haber reconciliación sin justicia.

Está sentada en un improvisado campamento a la entrada de la mina Pasta de Conchos, un lugar instalado hace años por el Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros Metalúrgicos, Siderúrgicos y Similares de la República Mexicana, dirigido por Napoleón Gómez Urrutia. La interrumpe Elizabeth Castillo Rábago, viuda del minero Gil Rico Montelongo:

“El responsable de esta tragedia, de este homicidio es Germán Larrea y anda como si nada, a sabiendas de que los dejaron morir ahí abajo, de hambre, sed, cansancio, de espera… los mineros fueron unos rehenes para Grupo México. Larrea y los que le apoyaron todos estos años son unos viles perros malditos, con perdón de los perros.”

Elizabeth habla sin ambages. Y va poniendo los puntos sobre las íes. Sirve la comida a sus compañeras de lucha. Esta mañana, eligió un cabrito de los que cría y lo cocinó en salsa, acompañado de arroz rojo. Mientras come, dice que ha intentado dejar atrás la cólera que siente y las malas palabras, pero cuando recuerda a su marido y el sufrimiento que seguramente padeció enterrado en vida en la mina, le vuelve el enfado.

Seguirán luchando

¡No es justo! Lo peor de todo es que el gobierno quiere dar por terminado este asunto después de enfocarse sólo al rescate. ¿Y la justicia? Germán Larrea es un monstruo, es culpable de homicidio industrial y debería estar en la cárcel. Vamos a seguir luchando hasta que se haga justicia.

Añade: “La falta de sensibilidad de Luisa María Alcalde ha sido horrible. Nos dio la noticia por videoconferencia frente a mamás, papás, hijos y viudas. Y nos dijo: no hubo tal explosión, nos lo soltó así, de sopetón. Nos dolió. De perdida nos la hubiera barajeado. Nos la dejó caer de bonche. Fue un shock. No sabía si llorar o gritar”.

Su hijo Agustín, también minero, ha intentado consolarla, pero no puede olvidar a los culpables del homicidio de los mineros: Vicente Fox, Marta Sahagún, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto se prestaron a que se cometiera el crimen. Yo le agradezco a López Obrador que cumpla su palabra del rescate, pero no estoy de acuerdo que nos venga a imponer el olvido. Germán Larrea debe pagar, dice la viuda.

–¿Usted estaría dispuesta a perdonar y a la reconciliación?

–No, ¿cómo cree? Claro que no. Quiero justicia, la justicia es la que sana el corazón. No es tan fácil perdonar, yo no perdono. Como dicen: ni perdón ni olvido.

Antes de la noticia sobre el hallazgo de 13 mineros, Elizabeth soñó a su marido: “Se apareció como una ráfaga, sin hablarme. Le dije a mi hijo Agustín: ‘¿qué querrá decirme tu papá?’”

Exterminio bajo tierra

Caminar por el recién concluido y aún sin inaugurar memorial de los 65 mineros de Pasta de Conchos, es como trasladarse al monumento al Holocausto en Berlín, ubicado cerca de la Puerta de Brandeburgo.

Al igual que en Alemania, a la entrada de Pasta de Conchos fueron construidos por la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu), 65 bloques gigantes de hormigón y piedra que destacan en medio del desierto. Para acceder hay que descender, simulando el ingreso a una mina. Cada bloque tiene el nombre de un minero. El pasillo lúgubre resulta casi interminable. Aquí, el simbolismo deja enterrados nuevamente a los mineros.

Nosotras no queremos esa cosa –dice de entrada Tomasita Martínez Almaguer, viuda del minero Reyes Cuevas Silva, apuntando al monumento– primero es el rescate, luego la justicia y la cárcel a los responsables; y ya después un monumento. Malamente lo construyeron. Se gastaron un dineral, en lugar de darlo a las familias que tanto lo necesitamos.

Tomasita conserva intacta la ropa de su esposo y sus botas las ha convertido en floreros: “Escuché el sonido de sus botas después de que lo declararon muerto en la mina. Yo siempre tuve el presentimiento de que ellos estaban con vida. Cuando los declararon muertos a los cinco días, yo no podía creerlo. Sentía vivo a mi esposo, pero días después se me apareció con una túnica blanca y le pregunté: ¿dónde has estado todo este tiempo? Me contestó: En un lugar muy bonito y muy feliz. Vino nomás a despedirse. Los dejaron morir”.

Las palabras se le ahogan con el llanto, se seca las lágrimas y continúa: “Ahora sabemos que no hubo ninguna explosión. Nos aseguraron que estaban a 800 grados y que por la explosión los cuerpos se desintegraron. ‘¿Qué quieres que busquen?’, me decían. Ya no quedó nada de ellos, ni polvo. Yo terca, terca, terca”.

Desde entonces, durante los últimos 18 años, su vida se concretó a luchar por el rescate. Hacer guardia en la entrada de la mina Pasta de Conchos es parte de su rutina. Dice que a pesar del evento para anunciar el hallazgo de los 13 mineros, el rescate no ha iniciado porque las autoridades aseguran que aún no existen las condiciones para extraer los restos.

Todavía tenemos muchas dudas. ¿Los rescatarán a todos? Tal vez al rato nos salgan con que hay mucho gas. Esto va a tardar años, no sabemos porque no nos dicen nada. No hay tiempos. Si no rescatan al mío, si sólo sacan unos cuantos, aún así, ahí están las evidencias de que no hubo ninguna explosión. Fue un homicidio, un exterminio.

Recuerda que el posible derrumbe de la mina era un secreto a voces: “A mi esposo le dolía la cabeza desde hacía una semana y le dijo al ingeniero Maldonado, el contratista que los traía: ‘hay mucho gas, la mina puede tronar’. Y ese jefe le contestó: ‘A ti que te valga. ¿Necesitas el trabajo? ¿Verdad que sí? Entonces, ahí está la puerta muy ancha si te quieres ir’”.

Tiene cuatro hijos y reconoce que su esposo finalmente se quedó en la mina porque la necesidad era mucha. Y repite: “Los dejaron morir. El jefe Valverde de Grupo México nos dijo: ‘Así brinquen y pataleen, no vamos a rescatarlos’. El señor Larrea debe pagar, aunque ya está grande debe ser llamado a cuentas por la justicia. Ahí está un Dios y las cosas dejadas a Dios son muy buenas. A todos los culpables, la conciencia no los va a dejar en paz. Los mineros de Pasta de Conchos los van a perseguir”.

¿Y los 13 mineros?

Castigo, yo quiero que vaya a la cárcel, dice, refiriéndose a Germán Larrea, Silvia Verónica Cruz Ríos, esposa del minero Jesús Cortés Ibarra: ¿Cómo van a andar libres los responsables, mientras nosotros estamos aquí sufriendo en los calores y los fríos, 18 años después? No es justo.

Va vestida con una camiseta rosa. Tiene la piel morena tostada por el sol del desierto que alcanza 50 grados en verano. A sus 54 años, el pelo cano y la mirada cansada, melancólica: ¿Cómo es que los dejaron vivos? ¿Cómo no les importó? Se me quebranta el alma. ¿De qué están hechas esas gentes responsables de este homicidio? Y ahorita no sabemos nada. No entiendo por qué no sacan a los 13 mineros. ¿No quieren sacarlos? Ahora se va a saber lo que realmente pasó. Por eso tienen miedo. Aquí nos traen nomás, esperando.

El tiempo inexorable sigue avanzando. En este momento, las viudas y sus familias llevan 18 años, 123 días 11 horas, 55 minutos y 3 segundos, esperando ver los restos de los mineros.

Es la primera vez que Daisy García viene al memorial. Camina junto a su hija de 13 años. Va buscando la placa con el nombre de su papá, el minero Arturo García Díaz. Dice no creer las versiones del hallazgo de los mineros. Puede que sean ellos o no.

La emoción apenas le permite articular las palabras: A mí lo que me importa es la justicia. Vamos a llegar hasta el final. Es mi papá. Él anda conmigo ahorita caminando por aquí. ¿Usted también lo siente? Está ahí parado a su lado.