os clochards o vagabundos celestes, como los denominaba Jack Kerouac, forman una población flotante en París. Solitarios o sociables, poseen un domicilio aunque no sea sino en la esquina de una callejuela, alcohólicos agresivos o ebrios somnolientos, desgreñados y sucios, más o menos pulcros, sin edad, algunos piden limosna, otros recurren a ayudas sociales, hay quienes tienen una familia, un pariente que los recoge durante algunos días y del que huyen celosos de su libertad callejera, libres de horarios, hay quienes narran su vida a los pasantes que se interesan en ellos y también quienes la inventan a gusto del interlocutor, intuitivos, con ese instinto que se aprende en la escuela de la calle, los clochards son figuras indefinidas del paisaje parisiense.
En la corta calle donde está mi domicilio, había tres escalones que daban a una puerta clausurada de algún comercio. Un techo, parte de esa antigua entrada, protegía de la lluvia y otras intemperies a quien decidía resguardarse en ese rincón. Espacio vital mínimo, convertido en refugio y hogar por sus sucesivos habitantes.
El primero de ellos que conocí fue un tipo de apariencia joven algunos días, envejecido otras mañanas. El hombre levantaba la cabeza para saludar a los pasantes que le dirigían algunas palabras. En seguida, volvía a su lectura, siempre con un libro entre las manos. En una ocasión, le pedí que me ayudara a transportar unos muebles. Al verlo dudar, le dije que pagaría su ayuda. Se me quedó viendo con tal asombro que supuse no haberme hecho comprender. Dany, como lo llamábamos los vecinos, había comprendido perfectamente, pero su sorpresa era que se le pidiese hacer algo, fuese lo que fuere. Se irguió con lentitud, pero no dio ni un paso, inmóvil como si se hubiese petrificado. Sólo sé leer, nada más
, me explicó y volvió a su lectura. Ensimismado en sus libros, Dany no bebía una gota de vino o alcohol. La casualidad me dio la ocasión de ver a dos parientes que trataban de convencerlo de irse con ellos a casa. Desde luego, Dany se negó. Su hogar era la calle. Su vida, la lectura. Algunas veces, le regalé libros. Los aceptaba con gusto. Le pregunté si tenía alguna preferencia. Ninguna. Igual le daba que fuera una novela o un libro sobre mecánica. Le gustaba leer las palabras, eso era todo. Leerlas como se saborea un manjar. Su significado no parecía interesarlo. Sólo su sonido en el interior silencioso de su cabeza. Dany desapareció un día cualquiera.
El espacio no tardó mucho tiempo vacío. Un nuevo inquilino estableció en él su domicilio. A diferencia de Dany, tan sobrio de palabras, el recién llegado no paraba de hablar. Su logorrea era una cascada de palabras sin coherencia, el simple placer de escucharse. Una manera de existir y de comprobarse que se existe. Bebía a pico de botella una vinaza rancia hora tras hora. Nunca se dejaba ganar por el sueño sin procurarse su provisión de vinagre alcoholizado para el despertar. Metía la botella bajo su camisa para asegurarse de no ser robado. Las quejas de los vecinos por sus gritos, a veces verdaderos aullidos, hicieron intervenir la policía. Se lo llevaban un día o dos. Tal como llegó, desapareció.
El estrecho refugio fue muy pronto ocupado. Pero el nuevo habitante era bastante sociable y atrajo a otros clochards a su residencia callejera. Las botellas de vinaza circulaban entre ellos noche y día. Siempre había alguno de los cuatro o cinco bebedores que se quedaba despierto mientras los otros dormían. Pero bastaba con uno solo de ellos para mantener el ruido de su vocerío lanzando invectivas al universo entero. El ruiderazo de sus gritos terminó por exasperar a los vecinos. Alguien se encargó de clausurar tras una puerta el pequeño recinto que servía de asilo y hogar a los clochards.
La calle se ha quedado sin moradores. Sólo hay pasantes, algunos se reconocen y se saludan con la mirada. La callejuela ha dejado de ser habitada sin sus tres escalones techados.