Opinión
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Barrios de París
U

n turista que se pasea por las calles de París puede suponer una admirable uniformidad de sus barrios: los edificios de seis o siete pisos, uno más uno menos, sus comercios en la planta baja de los inmuebles, los balcones o simulacros de balcones en las ventanas, la entrada de una escuela semejante a la de un hospital, vitrinas y escaparates con las mismas dimensiones a lo largo de las calles y avenidas. ¿Cómo distinguir las diferencias, evidentes para un habitante de la ciudad, de un barrio a otro? Pero esa supuesta igualdad que esconde matices y diferencias va desapareciendo con la sucesión de caminatas por el laberinto parisiense. El bullicioso barrio de Montmartre nada tiene qué ver con el de Montparnasse. Tan distintos como los de Saint-Germain y la Bastille. Muy diferentes el silencio nocturno del distrito XVI, con sus edificios residenciales de una burguesía citadina, y la festividad de las noches en la avenida de los Champs-Elysées o en el barrio del Marais, donde se multiplican discotecas y bares.

La vida cotidiana es también distinta de un barrio a otro. Me ha tocado la suerte de habitar en zonas tan distintas como el distrito XV, a las orillas del sur de París, la Mouffetard y la Maub, apócope de Maubert, donde vivo ahora.

En el barrio del XV, me alojé en el piso treinta y tantos de una torre. La alberca techada en la azotea, piscina a la que, si mal no recuerdo, no subí más de 10 veces en siete años, me atrajo lo suficiente para instalarme en una de los sectores de la capital más tristemente insípidos, sin ninguna vida nocturna. Región de residencia para familias, la vida comienza temprano y termina igualmente temprano. Para encontrar un café-bar abierto después de las 21 horas, debía tomar un autobús hacia uno de los raros cruces de calles donde las insignias siguen iluminadas a medianoche. Obligada a subirme al Metro para acceder a Montparnasse o a Saint-Germain, debía emprender una larga caminata de regreso, pues el Metro cierra poco antes de la una de la mañana. Caminata peligrosa en partes de su transcurso, sobre todo cuando se pasa bajo los puentes malolientes y solitarios que deben servir a muchos transeúntes de lugar para satisfacer sus necesidades.

En el barrio conocido como la Mouffetard, así llamado por la pequeña plaza que sirve de centro a varias callejuelas, pude rentar un diminuto estudio situado en una de éstas. En la época, los cafés no estaban obligados a cerrar a las 2 de la mañana y podían abrir las 24 horas del día. Así, fuera la hora que fuera, podía regresar a casa sin ningún temor, pues el bullicio de la plaza seguía vivo al amanecer. Sin contar con el grupo amistoso de los clochards que vivían y dormían en el centro de la plaza, sobre quienes podía contar a cualquier hora. Pero, quién sabe por qué, debe haber razones secretas, los comerciantes no aprecian la presencia de los clochards y lograron expulsarlos de la placita gracias a la construcción de una minúscula fuente rodeada por un más diminuto prado cercado por una reja.

Mi matrimonio con el escritor Jacques Bellefroid me condujo al barrio de la Maub. Derivado del nombre de la plaza Maubert, a unos metros de Notre-Dame, el barrio tiene sus cafés, indispensables a la vida parisiense, sus restaurantes con comida de los más distintos continentes, sus tiendas con productos provenientes de regiones variadas de territorios lejanos… en fin, puede encontrarse cualquier cosa sin salir de sus límites. Y cada calle o callejuela tiene su historia: ahí se colgaba a los ahorcados; sus celebridades –Mitterrand vivió aquí, ahí se fundó Charlie-Hebdo–; sus leyendas. La Maub puede también considerarse una familia, la gente se conoce, se saluda, platica. A veces, los otros saben más de nosotros que nosotros mismos. Hay, desde luego, quienes se mudaron de barrio, pero vuelven, nostálgicos, en busca del tiempo pasado como de un paraíso siempre recuperable a la vuelta de una esquina.