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Los impresionistas y la mirada encendida
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uvieron que pasar 150 años para que la revancha del movimiento impresionista sepultara para siempre los acartonamientos de la academia que les cerró el paso.

El pasado 29 de marzo, Viernes Santo para más señas, 31 mil 800 personas pudieron admirar algunas de las obras que en su momento fueron desdeñadas, vituperadas, echas a un lado por una intelligentia miope.

Si, inicialmente, se mostraban en estudios y cafés de amigos, ahora algunas de sus obras se exhiben en uno de los museos más importantes del país. El viernes referido, el Museo Soumaya rompió el récord de asistencia de museos en el mundo, por encima de los emblemáticos Metropolitan y Louvre.

El México del siglo XIX soñaba con París, como hoy aún le seduce el sueño americano. Un París visto desde Madrid, por supuesto un tanto viejo y superficial, más centrado en la moda. Nada qué ver con la intensa vida parisina de finales del siglo XIX y principios del XX en materia artística.

Pero más allá de las vanguardias que se gestaban, la tecnología posibilitó a los nuevos artistas romper con vicios y herencias pétreas. La fotografía como testigo para suplir a los retratistas y como copia fiel del mundo que nos rodea: un aparato mecánico que fijaba con más exactitud las cosas que ningún artista.

El otro desarrollo tecnológico que les favoreció fueron los novísimos tubos de pintura. Si antes debían preparar sus colores en talleres con vasijas, aceites, minerales y pequeños morteros, los tubos de plomo favorecieron su independencia.

Les permitió pintar fuera de salas y salones. Hacerlo en el campo a plena luz del día.

La relación directa con el campo en los momentos mismos de la creación artística permitieron que incluso se democratizara el paisaje con nuevos motivos y personajes. Se llevaron la luz a sus lienzos y eso no gustó.

Un crítico citado por Gombrich se refirió así a la primera exposición impresionista montada en el estudio de Durand-Ruel, en 1876: “mis ojos horrorizados contemplaron algo espantoso… he visto personas desternillándose de risa… pero yo me descorazoné al verlos. Estos pretendidos artistas se consideran revolucionarios. Cogen un pedazo de tela, color y pinceles, lo embadurnan con unas cuantas manchas de pintura puestas al azar y lo firman”.

Monet tenía claro que la luz y el aire importaban más que el tema, como demostró con gran maestría, lo mismo que Vincent van Gogh con sus Comedores de patatas o en sus montones de paja.

No deja de sorprender que el impresionismo que tantos reparos tuvo en un principio se convirtiera en una de las corrientes artísticas preferidas por personas de todo el mundo. Las exposiciones con impresionistas convocan multitudes en cualquier museo.

A diferencia de Van Gogh, que en vida vendió un solo cuadro, el famosísimo Viñedo rojo, Monet y Renoir pudieron ver el principio del derrumbe de la crítica mientras su popularidad iba en aumento.

Lástima que el joven Van Gogh no pudo conocer su popularidad entre los jóvenes de varias generaciones que se han emocionado con su habitación, sus girasoles hechos calendario, póster, camiseta, o con ese grupo musical llamado La Oreja de Van Gogh.

Los últimos días del pintor neerlandés son de una intensidad alucinante. Compró el revólver que usará el 27 de julio de 1890 y se pone a trabajar en una tela dos días antes de su muerte: Campo de trigo con cuervos.

La imagen cuyas pinceladas gruesas y atrevidas descomponen el color parecen vibrar dentro del cuadro. La noche no acaba de llegar, pero presagia la densidad oscura que se avecina. Los cuervos son parte de la noche, vienen de ella.

Después de los cuervos, escribió Antonin Artaud, no puedo decidirme a creer que Van Gogh hubiera pintado un solo cuadro más.

En una de sus cartas a su hermano Theo Van Gogh, escribió: no creas que los muertos estén muertos. Mientras haya vivos, los muertos vivirán.

La última piedra para sepultar a esa crítica encabezada por Louis Leroy, que con desdén los llamó impresionistas, la pusieron las 31 mil 800 personas que querían ver ese arte en el Soumaya, quienes preguntaban con frecuencia por los Van Gogh que se encienden cuando alguien los mira.