che usted una mirada, atenta preferentemente, a las imágenes de la reciente y devastadora inundación en el estado de Río Grande do Sul en Brasil y en la capital, la ciudad de Porto Alegre, con una población de 1.5 millones de habitantes y un área metropolitana de 4 millones. Mire el torrente abundantísimo de las cataratas de Iguazú, o de los distintos ríos que abastecen al Guaíba, que baña la ciudad y estaban con grandes crecidas. Las escenas son impactantes. Pero no son únicas, se repiten por muy diversas partes, con lluvias inusuales, como ocurrió apenas a mediados de abril en Dubái.
Los especialistas explican que en el caso de Brasil se conjuntaron tres factores para desatar este fenómeno: una vaguada (viento intenso que crea inestabilidad en el clima); un corredor de humedad desde el Amazonas y una ola de calor en la región central de Brasil. Los meteorólogos hacen su trabajo: observan, analizan, informan y en el mejor de los casos previenen. Una cosa es el ex ante y otra el ex post. El presidente Lula admitió que hay deficiencias en la protección contra las catástrofes y que el país no estaba preparado. Eso es evidente; la cuestión que sigue es si hay modos efectivos de protección ante un evento natural como éste. Los políticos van a la zaga.
La protección siempre puede mejorarse; es cierto que se requiere organización, personal especializado, recursos materiales y dinero; también una efectiva decisión política, una gestión muy eficaz y, sobre todo, continuidad. Las prioridades resurgen justo después de las catástrofes. ¿Será posible proteger a la gente, las casas, las pertenencias, las ciudades, los pueblos y las infraestructuras ante la creciente perturbación climática que está en pleno curso en el planeta? La pregunta no tiene nada de retórica; es a estas alturas más bien de índole existencial. Las lluvias empezaron el 29 de abril y al estallar las cosas se vio que las previsiones de largo plazo sirvieron de nada. Señala Eliane Brum, periodista y ambientalista brasileña, que desde 2015 había un informe oficial en el que se proyectaban los efectos de la crisis climática hasta 2040. Así que no sólo lo ignoraron los diversos gobiernos desde entonces, sino que el impacto se adelantó y con gran fuerza.
El año 2023 cerró como el más caliente desde el inicio de los registros, a mediados del siglo XIX. El calentamiento global consiste en cambios a largo plazo de las temperaturas y los patrones climáticos. Las actividades humanas, principalmente la quema de combustibles fósiles –carbón, petróleo y gas– contribuyen decisivamente al proceso. El cambio climático tiene rasgos genéricos y que se interrelacionan. La ONU señala entre los principales efectos: elevación de las temperaturas, tormentas cada vez más potentes, más episodios de sequías, aumento del nivel de los océanos y calentamiento de su superficie, desaparición de especies, escasez de alimentos; pobreza y desplazamientos. El Servicio de Cambio Climático Copérnico (de la Unión Europea) ofrece información útil sobre el proceso; un dato relevante es el aumento de las temperaturas en la superficie terrestre y la del mar. Los valores promedio han crecido significativamente desde la era preindustrial en torno a 1.3 y 0.9 grados Celsius, respectivamente. Los océanos tienen una función crucial en la regulación del clima en la Tierra; absorben hasta 90 por ciento del exceso de calor asociado con las emisiones de gases de efecto invernadero inducidas por los humanos. En los meses recientes las temperaturas promedio han estado por encima del nivel fijado como límite de 1.5 por ciento previsto en el Acuerdo de París de 2015. El asunto relevante es la acumulación de calor que eso representa. Cada vez se esperan más olas de calor y fenómenos atmosféricos de mayor intensidad.
Si políticamente no hay un liderazgo eficaz para controlar el cambio climático, si económicamente no existe un incentivo suficiente para desacelerar de modo efectivo y progresivo el proceso, el calentamiento global provocará cada vez efectos más graves sobre la naturaleza y la vida humana. Se habla de las limitaciones políticas para gestionar el cambio climático; se habla también de la falta de estímulos para que eso ocurra, derivados de los patrones predominantes de producción y de rentabilidad de las inversiones, de los modos de consumo y de la desigualdad social. Y la gente, entretanto, padece mayores eventos catastróficos y un entorno de riesgos crecientes que se acercan cada vez más a límite de la existencia misma. La población está prensada entre la ineficacia política y un modo de producción en pugna con el medio ambiente.
El récord medioambiental del actual gobierno en el país es muy pobre. La política ambiental no ocupó un lugar significativo en la gestión pública, al contrario. Según las estimaciones del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, el año pasado se planeó destinar apenas 0.4 por ciento del PIB en acciones de mitigación y adaptación a la crisis climática. Los costos económicos del cambio climático podrían alcanzar casi 7 por ciento del PIB en el año 2050.
Mientras en el presupuesto no haya partidas concretas –de ingresos y gastos–- en este terreno y proyectos viables, articulados y supervisados que atiendan los temas del medio ambiente, no podrá haber contribución real en esa materia. Seguir ignorando el asunto es irresponsable. Ya hemos visto el conflicto presupuestal vigente en materia de salud, cuando se ha anunciado que habrá que revisar la asignación de recursos en esa área, cosa que era evidente desde que la autoridad hacendaria presentó el proyecto fiscal. Cuando esto deba hacerse en materia ambiental será cada vez más oneroso e ineficaz y, sobre todo, más riesgoso.