stamos en la antesala de la elección presidencial, pero también de la que determinará quiénes gobiernan un tercio del país en entidades federativas, toman decisiones en los ayuntamientos o nos representan en el Congreso. Y tal vez nos hemos acostumbrado, en estas dos décadas y media de alternancia en el poder, pero nuestras leyes electorales están completamente desfasadas de la realidad nacional. Hemos normalizado lo bizarro y nos hemos acostumbrado a que las reglas del juego nos lleven al absurdo.
Algunos botones de muestra: la publicidad exterior es una verdadera locura, un champurrado de candidatos, logos y propuestas
, mezclando partidos, colores y poses. En cualquier recorrido por las carreteras de México, uno se topa las candidatas presidenciales en espectaculares en solitario, acompañadas de candidatos a diputados federales, por el PRI, el PAN, el PRD, el Verde, Morena y PT, con una imagen gráfica diferente. Para el ciudadano, que no tiene siempre presente el largo camino que las leyes electorales han recorrido para llegar a hasta este punto, la publicidad de una campaña presidencial es simplemente esquizoide.
Vamos a los debates, que, en vez de ser ejercicios para contrastar ideas de forma abierta y clara, son colecciones de miniespots, donde el que pega primero pega dos veces, y el formato es más importante que los candidatos. Un formato en el cual los moderadores son más una suerte de maestros de ceremonia, pues cualquier indicio de protagonismo, es decir, de hacer su trabajo con preguntas, es vilipendiado en las redes, reclamado por los partidos y prohibido por las reglas electorales.
En la radio y la televisión la historia no es distinta. Muchos minutos, mucho tiempo aire, poca claridad e ideas sobre los proyectos de país. Lejos de una contienda donde se contrasten perfiles, historias de vida y planes para atacar los problemas sociales y económicos, los espots son 30 segundos de ideas vagas, presupuestalmente inviables, que las y los candidatos saben perfectamente que no van a realizar, pero todo sea por participar en el concurso colectivo de ver quién regala más; a eso se ha reducido la oferta política de México.
La atención a este diagnóstico es sencilla: urge una simplificación de nuestras leyes electorales. El marco actual es fruto de dos cosas: la desconfianza, en tiempos del régimen hegemónico que empezaba a abrirse a la competencia clara en los años 90, y de los contrapesos, que, a lo largo de los últimos 20 años, le hicieron incontables cirugías plásticas a la norma electoral hasta dejarla así: restrictiva, cara, tutelar, y sobre todas las cosas, bizarra.
Esa es la palabra para una nación de más de 130 millones de habitantes donde hay precampañas, pre precampañas, periodos de silencio
que no son, vedas electorales que tampoco lo son, prohibiciones expresas cuya sanción incentiva la conducta que quiere evitarse, encuestas hechas en Excel para convencer, no para reflejar, proscripción de palabras y adjetivos para los adversarios, y toda suerte de enredos que le darían envidia a Stalin. Porque el laberinto, no de la soledad, sino de nuestra desconfianza, es reflejo de nuestra condición democrática. Es pulso de nuestra madurez política, en la que el adversario es enemigo y las reglas del juego son el script de una gigantesca pantomima. Una donde los gastos de campaña no son los gastos de campaña, sino los registrados, donde los mítines son reuniones de simpatizantes
, o los espots, que llegan a los oídos de todos los que tengan una radio o se suban a un vehículo, son dirigidos exclusivamente
a miembros de un partido político. Una simulación promovida por las reglas del juego.
Así, de cara al cambio de poderes, y aunque no sea el tema principal en la agenda, vale la pena preguntarnos, en este orden, qué país queremos, cómo queremos dirimir nuestras diferencias políticas, cuál sería el ejercicio democrático idóneo y si las leyes electorales que tenemos son el andamiaje que necesitamos para lograrlo. Independientemente de la filiación política o el proyecto que se defienda, creo que podemos coincidir en que la norma electoral ha tomado distancia, demasiada distancia, de la realidad política y social de México.
La gran paradoja es que este andamiaje legal, fruto de la desconfianza y la transición, necesitaría algo, un mínimo de confianza en el adversario político, para llevarlo a una reconfiguración efectiva. De lo contrario, sería una cirugía más a las reglas que, de sí, lucen desfiguradas.