Horas antes del debate // Espotes
políticos // Fidelidad y militancia inalterables // Lo que de verdad importa: el vestir y el lenguaje corporal
s mediodía del domingo 19, del caluroso mes de mayo. Tengo que chiquitear mi Martini pues debo estar en plena conciencia, a la hora que comience el tercer y último debate entre las candidatas y el candidato a la Presidencia de la República. Los pronósticos sobre el resultado de esta confrontación son muy diversos, pues el estilo personal de debatir de cada contendiente los hace difícilmente comparables. Técnicos contra rudos se decía en el argot de ese mundo circense de la llamada lucha libre.
Intentar anticipar vísperas sobre el desempeño de cada participante resulta ocioso: aquellos cuyas opiniones tienen repercusión en los medios ya son por demás conocidas y, sobre ellas, la gente tiene ya también una idea: de qué color pinta el colorado. La columneta, antes que cualquier pronóstico, prefiere referirse a unos acontecimientos recientes que nos pueden a ayudar, a evaluar, con mayor precisión, la generalizada opinión pública de éstos y, por supuesto, a aventurar predicciones al respecto, con objetividad y sensatez.
A unas horas del debate y a dos semanas de la fecha en la que habremos de definir qué tanto contaron las comparecencias personales, las hórridas bardas, los ridículos afiches y, sobre todo, los tontos, vacuos y mal declamados espotes
audiovisuales, que inundaron las llamadas redes sociales, para inclinar el voto hacia alguna de las opciones posibles, recordemos algunos ejemplos. Aunque les cause trabajo échense, ahora voluntariamente, tan sólo un anuncio de cualquier candidato: aparece a cámara siempre sonriente (aunque se refiera a los desaparecidos, a las múltiples víctimas de la delincuencia organizada o a los grandes problemas del momento). El candidato viene caminando hacia cámara a paso presuroso. No se dirige a nadie para incluirnos a todos, especialmente con su mejor sonrisa, con la que estamos seducidos. Su rollo es de segundos y a todos nos parece enorme, inacabable. Cuando termina de hablar, uno está convencido de que eso ya lo oyó aunque fuera en labios y rostro de otra persona.
En los debates por fin los vemos juntos y, de inmediato, a veces por la pura fachada, ratificamos nuestra adhesión o nuestro rechazo. Esto es lo menos usual. Piénsese en un encuentro deportivo entre dos equipos cuya rivalidad es proverbial. La fanaticada es igual de apasionada en cada lado y, por supuesto, irracional. Por mucho o por poco, gana inevitablemente uno los contendientes. ¿Usted cree que los fanáticos del perdidoso, automáticamente queman su camiseta y buscan su inscripción en el bando enemigo? Al contrario, el amor propio se acrecienta y la fidelidad y militancia reverdecen. Sin duda, el fanatismo pasa lista de presente y la violencia asoma la nariz (nariz: órgano del olfato que nos permite reconocer la cercanía de alguien o de algo, antes que cualquiera de los otros sentidos). Está claro que la calificación que se haga de las intervenciones de los contendientes dentro de un debate serán plenamente subjetivas y, con rarísimas excepciones, evidentes o demostrables.
El debate, padre de todos los debates, Nixon vs Keneddy (1960), nos mostró condiciones, invariables hasta este momento, de lo que verdaderamente cuenta en los tan acalorados y publicitados enfrentamientos. Según las muy experimentas opiniones de los periodistas que cubren a diario y desde hace años la fuente de la Casa Blanca, aunque parezca nada creíble, son una serie de elementos como el vestir (colores, combinación de éstos de acuerdo con el evento, el lugar y la hora), apariencia física, es decir, cómo se ve mejor, no cómo es en la realidad… El lenguaje corporal, que cuenta tanto como el verbal y otros muchos elementos imprescindibles de analizar, rebasan mi espacio, pero no mi escasa memoria. Lo platicaremos más adelante. Voy a ver el tercer debate y ya haremos nuestro propio debate sobre el ídem.