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Apóstol del árbol
A

sí se le conoció a Miguel Ángel de Quevedo, hombre notable, pionero en la lucha ambiental en una época en la que no existía ninguna conciencia de la forma en la que las acciones humanas afectaban la naturaleza.

En el ocaso del siglo XIX, los científicos empezaron a hablar de los riesgos para el medio ambiente y la calidad de vida que ocasionaban el crecimiento tanto urbano como industrial y la tala masiva de bosques.

Uno de los primeros que dio la alarma y emprendió una batalla, que habría de durar hasta su muerte, fue Miguel Ángel de Quevedo. Nació en Guadalajara en 1862 y vivió su juventud en Francia, donde estudió ingeniería hidrológica. Ahí desarrolló su filosofía conservacionista y regresó a México con el convencimiento de que la salvaguarda de los bosques era un factor determinante en el futuro de un país.

Durante el gobierno de Porfirio Díaz dirigió el Departamento Forestal de la Secretaría de Agricultura, donde impulsó una intensa campaña de reforestación de la Ciudad de México; construyó parques, arboló las nuevas calles y avenidas e inició las gestiones para crear el primer vivero forestal del país.

En 1901 hizo una propuesta de ley para cuidar los bosques mexicanos. La idea no prosperó, pero quedó planteada y logró que se creara la Junta Central de Bosques y Arbolados, que quedó bajo su mando, con la función primordial de mantener el bienestar forestal de México; la Ley Nacional Forestal se creó hasta 1926.

Al frente de la junta, Quevedo donó la primera hectárea para la creación del Vivero Central de Coyoacán, que era parte de su rancho Panzacola, que ya había convertido en una especie de santuario forestal. A lo largo de los años se le sumaron los terrenos del potrero El Altillo, Oxtopulco y varios comprados a particulares por el gobierno de Díaz y el mismo Quevedo, con lo que se reunieron las 39 hectáreas que tiene en la actualidad.

A partir de la creación del Vivero Coyoacán –la primera reserva forestal del país– los árboles que se cultivaban estaban destinados a forestar los parques y calles de la capital.

La junta impulsó la aclimatación de docenas de especies, en lo que se volvieron expertos los hábiles jardineros y se logró una notable producción. Antes, los árboles para los espacios públicos se adquirían en el extranjero a un elevado costo.

Durante el mandato de Francisco I. Madero el vivero se mantuvo vivo; durante el régimen huertista las cosas se pusieron tan mal que Quevedo tuvo que huir del país. Los años que le siguieron no fueron mejores y hasta la década de los veinte se retomó el interés en el tema medioambiental.

Quevedo regresó a México tras la caída de Victoriano Huerta y de inmediato promovió el sistema de parques nacionales en nuestro país. Se delimitó el Desierto de los Leones como el primer parque nacional y fundó la Sociedad Forestal Mexicana, esencial para la promulgación de la ley forestal.

El gobierno de Lázaro Cárdenas creó un programa para impulsar la reforestación y la protección de bosques cerca de ciudades y cuencas hidrológicas. Tristemente, una vez concluido el gobierno cardenista se perdió el interés y comenzó el periodo de mayor deterioro ecológico de México.

Miguel Ángel de Quevedo murió en 1946 en Coyoacán, cerca de los viveros cuya creación impulsó con tanto esfuerzo. Por su lucha incansable por la conservación se le otorgó el apelativo de El Apóstol del árbol. Merecidamente una importante avenida lleva su nombre, así como una estación del Metro, que tiene como ícono un arbolito.

Les propongo que vayamos a brindar por este mexicano notable cerca de su amado vivero, en el restaurante Centenario, en el 107, de la calle de ese nombre. La antigua casona está muy bien restaurada con una fusión de lo antiguo y lo contemporáneo –al igual que la comida–. Tiene un amplia terraza con mucho verdor, muy agradable para esta canícula.

Me gustaron mucho, para comenzar, los calamares a la andaluza y la ensalada Anita, mezcla de lechugas, espinaca, fresas, queso de cabra y vinagreta de vainilla. De plato fuerte, el pappardelle de Salmón, rica pasta hecha en casa con arúgula baby, salmón, cebolla morada y queso ricota.

De postre, la pavlova, que son crujientes merengues con frutos rojos y crema batida aromatizada con vainilla. Todo acompañado de un vino blanco seco, bien frío, de los viñedos de Baja California, de los mejores del mundo.