n fondo azul cobalto muestra el reverso de un plato blanco con una discreta y elegante decoración en oro y una inscripción que reza: Ánfora ·100 años· 1920·2020
; el anverso luce un plato blanco con dibujos azules y remembranzas orientales.
Son las portadas de un bello e interesante libro, Ánfora 100 años sobre la mesa, que publica la empresa dueña de la legendaria fábrica de vajillas.
Corría 1920 y México padecía los efectos de la Revolución; eran pocos los extranjeros que se animaban a invertir en nuevos negocios. Sin embargo, cinco empresarios alemanes tuvieron la visión de establecer una fábrica de porcelana en la Ciudad de México.
El nombre, inspirado en las antiguas vasijas griegas, simboliza la fusión de arte y funcionalidad y marcó el comienzo de una nueva era en la porcelana vitrificada. El libro comienza con la historia de la cerámica, técnica que surgió hace más de 30 mil años, y su evolución en México desde la época prehispánica.
Destaca el intercambio cultural que se dio en el siglo XVI, con la Nao de China, que entre los tesoros que traía destacaban objetos de porcelana en azul y blanco que tuvieron una gran influencia entre los alfareros mexicanos.
La obra nos cuenta la historia del negocio, los problemas que enfrentaron, su desarrollo y diversificación desde que se fundó a espaldas de la cárcel de Lecumberri. Inició sus operaciones con un molino y un horno de leña; el crecimiento fue rápido en los siguientes 20 años.
Ánfora nació bajo la combinación del conocimiento de la tecnología de la porcelana, la calidad alemana y el talento de las manos artesanales mexicanas para atender el creciente mercado nacional. En 1932 inició una línea de baños ahorradores de agua.
Con la entrada de México a la Segunda Guerra Mundial en 1942, por el origen alemán de los fundadores el gobierno mexicano intervino la fábrica porque se consideraban enemigos. Los cuatro años de intervención fueron un retroceso importante al descuidar el gobierno la manufactura.
Por suerte, Mercedes Larrobondun, conocida de la familia, abrió una tienda de regalos en 1940 y un par de años después el gobierno mexicano intervino la fábrica; los dueños, en su desesperación por conservar algo de su patrimonio, le pidieron ayuda para guardar lo que tenían en el almacén.
Cuatro años más tarde, después de haber recuperado el negocio, regresaron a recoger sus piezas y… ya no existían, no porque algo malo hubiera pasado con ellas, sino que vendió todo el inventario y guardó todas las ganancias, mismas que entregó a los dueños de Ánfora y que fue una parte central para volver a levantar la fábrica.
En agradecimiento, los dueños decidieron que a partir de ese momento (y hasta ahora) las tiendas de Mercedes serían llamadas Almacenes Ánfora, aunque no tienen relación comercial; por supuesto, venden las vajillas.
Al retomar la empresa en 1947, los fundadores decidieron venderla; los nuevos socios mexicanos introdujeron novedades y realizaron inversiones importantes. El mercado nacional tuvo un crecimiento extraordinario y volvió a ser líder en la producción y venta de vajillas para hogares, hoteles y restaurantes.
En 1994 construyeron una fábrica en Pachuca, Hidalgo, con una extensión tres veces mayor que la original, equipada con la última generación de maquinaria alemana y se dividió en tres grandes empresas: porcelanas para vajillas; sanitarios y materias primas para pastas. Con el Tratado de Libre Comercio se introdujeron con éxito a los países del norte.
El libro se enriquece con testimonios de colaboradores, fotógrafos, historiadores, restauranteros y chefs. Estos últimos elaboraron una receta de ese periodo histórico y usaron un plato del Ánfora de esa época. Muy ilustrativas las historias del equipo interno, el talento de su gente y la inclusión laboral. Tiene excelentes fotografías, entre otras, de los platillos que prepararon los afamados chefs.
Hoy vamos a comer a Sanborns, porque desde hace 30 años el Ánfora produce su clásica vajilla en tonos de azul cobalto con motivos chinescos. Originalmente se elaboraba en Burslem, Inglaterra. Mi favorito es en el que nació, en la calle Madero en 1903, conocido como Sanborns de los Azulejos y que ocupa uno de los palacios barrocos más bellos de la Ciudad de México. Siempre pido los clásicos de mi infancia: enchiladas suizas, un squash con sus fresas y piña, y de postre el rollo de helado.