ientos de miles de personas salieron a las calles en las principales ciudades de Argentina en rechazo a la “terapia de shock” que el presidente Javier Milei pretende aplicar con el supuesto propósito de controlar la inflación y desregular todos los ámbitos de la economía. La concurrencia a los actos de ayer y las protestas que se han sucedido de manera ininterrumpida desde que el asistente a tertulias televisivas devino presidente ponen en duda la viabilidad de un gobierno al que le han bastado menos de dos meses para traicionar casi todas sus promesas de campaña. En el contexto de la primera huelga general convocada por las centrales sindicales durante el gobierno de este extremista neoliberal, los ciudadanos expresaron su malestar con una serie de medidas que en sólo 45 días han empobrecido a las mayorías, coartado libertades fundamentales, convertido en prohibitivos derechos como la vivienda o la salud, disparado la corrupción, favorecido a un puñado de magnates y llevado al país al borde del abismo financiero y social.
El centro de la discusión se encuentra en dos iniciativas de reforma conocidas como Mega DNU (decreto de necesidad y urgencia) y ley ómnibus, con las cuales la administración ultraderechista busca hacer del país un paraíso para los dueños de grandes capitales y un infierno para 99 por ciento de los habitantes. Con más de mil artículos, estos paquetes de modificaciones a la Constitución y a leyes secundarias contemplan exterminar los derechos laborales (por ejemplo, haciendo casi imposibles las huelgas, habilitando los despidos injustificados y extendiendo hasta nueve meses el periodo de prueba previo a la contratación); entregar a capitales privados todas las empresas públicas, sin importar que sean rentables y altamente estratégicas; eliminar todas las regulaciones, incluso cuando son necesarias para evitar desastres financieros o industriales; quitar todas las restricciones para que los extranjeros adquieran tierras, entre muchas otras propuestas que han terminado en catástrofe donde se han aplicado, incluida la propia Argentina durante la década de 1990. Si todo lo anterior no fuera de suficiente gravedad, dichas leyes otorgan al Ejecutivo poderes extraordinarios para legislar sin el Congreso y gobernar sin ningún contrapeso durante dos años. Es decir, suspenden la democracia e instauran una dictadura mediante decreto.
Por todo lo dicho, y por muchas más anomalías que es imposible reseñar en este espacio, el Mega DNU y la ley ómnibus han sido calificadas de inconstitucionales por los más destacados juristas, pese a que casi todos ellos son reconocidos personajes de la derecha. Es lamentable que diputados y senadores de la oposición no las rechacen en su totalidad y que se enreden, en cambio, en componendas politiqueras como las que promueve el ámbito de Milei, cuyo gabinete ha negociado con gobernadores y bloques parlamentarios el retiro o la rescritura de algunos pasajes para ganar votos. A sabiendas de que el oficialismo sólo controla 13 de 72 bancas en el Senado y 79 de 257 en la Cámara de Diputados, sería una vergüenza para la oposición y para los llamados independientes (que tienen entre sus filas a personas proclives a entenderse con el mileísmo) que el presidente se imponga a una abrumadora mayoría que decidió no otorgarle respaldo legislativo.
Es cierto que gobernantes provinciales y representantes se encuentran sometidos a una enorme presión porque desde la Casa Rosada se usa el presupuesto como un mecanismo de extorsión, poniéndolos en la disyuntiva de transigir o encarar la total falta de recursos para cumplir sus funciones, pero han de entender que lo que está en juego trasciende las dificultades coyunturales y representa el punto de inflexión entre salvar al país o entregarlo a los buitres que llevan largo tiempo asediándolo. Por ello, gobernantes y legisladores no adscritos al mileísmo debieran evitar flaquezas y mezquindades y atender al clamor de las calles, que llama a frenar el proyecto de transferencia masiva de capitales desde la base hacia la cumbre de la pirámide social.