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La edad y el tiempo
E

l nombramiento de Gabriel Attal como primer ministro de Francia ha tenido algunas consecuencias que no por ser previsibles dejan de ser sorpresivas. Aunque no hubo suspenso alguno con el cambio de gobierno, su inminencia murmurada a gritos por comentadores y políticos, la espera se convirtió más que en la crónica de una transformación renovadora en el folletín, o culebrón, decía José Emilio Pacheco, sonriente, de un cambio anunciado.

Los eventos, aunque en una forma lenta que lindó con el hastío, se fueron sucediendo anunciados incansablemente por los medios de comunicación: renuncia de la primera ministra, Elisabeth Borne, nombramiento de Attal en su lugar, continuidad en su cargo de los tres importantes ministros al parecer inamovibles: el del Interior, el de Finanzas y el de las Fuerzas Armadas, todos ellos provenientes de la derecha tradicional.

El nombramiento más notable, por inesperado, fue el de Rachida Dati como ministra de la Cultura, una política cercana del ex presidente de derecha Nicolas Sarkozy. Ante esta designación, aunada a otras menores y ante la continuidad de los inamovibles, el público no puede sino preguntarse si el nuevo gobierno es francamente de derecha. Las próximas acciones de Attal aclararán sin duda su posición. Por el momento, el joven sucesor de la tecnócrata Borne parece decidido a dar respuesta a las inquietudes populares, según anuncia, en lo que toca a la educación y a la seguridad. Pronto podrá saberse qué medidas tomará frente a la inmigración, el costo de la vida, la política europea y la obediencia a Bruselas, así como a muchos otros problemas que asedian a una Francia resquebrajada donde se van disolviendo la lengua y la tradición francesas, para no hablar de la desaparición en marcha de un tipo de civilización que tiene sus raíces en el cristianismo.

Si los problemas ya existían y la designación de Attal era previsible, ocurre un fenómeno no previsto, consecuencia de su alabada juventud. Los elogios ante su edad no cesan: cada uno encuentra una retórica rica, barroca, churrigueresca para elogiar sus cortos años, sin recordar las palabras del Eclesiastés: Desgracia al país cuyo rey es un niño. Y, como si no bastara con repetir que es el primer ministro más joven de la Quinta República, olvidando la escasa diferencia de edad con la de Fabius (ministro de Mitterrand), la televisión muestra imágenes de su infancia y su adolescencia, donde puede vérsele haciendo teatro y otras maravillas dignas de su inteligencia precoz. Así, se envía la luz cegadora de los proyectores sobre sus más jóvenes años. Cabe recordar que Macron fue elogiado por su joven edad al asumir la presidencia y no olvidar que esta nación se caracteriza por la mayoría de una gerontocracia.

La consecuencia, ahora evidente, de esta juventud es el envejecimiento súbito, casi doloroso, de los cuadragenarios, para no hablar de los cincuentones o los sesentones, situación que podría decidir a enviar a hospicios de viejos a quien aproxime los 70 años... en política.

¿Quién, al pasar cierta edad y ver a sus hijos mayores, al percatarse de la juventud de los nuevos presentadores de noticieros, al mirar de pronto viejo a un amigo no visto hace tiempo, no se ha encorvado bajo el peso de su propia edad?

Los cuadragenarios de la política francesa, de izquierda, derecha, centro o cualquier ultra, no pueden escapar a este sentimiento de vejez cuando ven que un tipo más joven obtiene el puesto codiciado. Si se tratara simplemente de un rival, un hombre o una mujer de la misma edad, mejor si es algo mayor, el asunto no sería grave: el futuro sigue siendo un porvenir, todo es aún posible. Pero, cuando de pronto el futuro queda atrás, cuando el porvenir pertenece a una nueva generación, puede tenerse un sentimiento tal vez algo doloroso pero nuevo, inédito a fin de cuentas: la edad. Se comprende, acaso, entonces, que la edad no tiene nada qué ver con el tiempo. Nuestro propio y misterioso tiempo de ser.