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El hombre del lago
L

ago grande. Debió ser. Sí. Probablemente. Llámenlo laguna, mar interior. Riberas. Sí, las hubo. En ellas, pueblos dedicados a tirar atarrayas y poner la red. Patos, chachalacas, aves patonas. Laderas y nubes retratadas en el agua. Imaginen. Pues ya no. Queda esto, un gran desierto pardo, caqui, amarillento, seco, roído de sol y tolvaneras. La calamidad fue implacable. Pero lenta. Las gentes sólo vieron que las orillas se alejaban, el agua se retiraba. Caminaron sobre grietas hasta dejar de hacerlo, ya sin chehuas ni charales que sacar. Olía feo, a podrido.

Conrado era uno de tantos. Hasta que hizo lo imperdonable. Para aquellas gentes. Peor que el pecado. Se corrió la voz a los poblados alrededor de la ribera antes de determinar en asamblea la proscripción de Conrado. Que nadie lo dejara pasar. Y lo echaron al lago, es decir, al desierto, sin nada más que la ropa puesta. Una mujer piadosa, no era su madre, le aventó una cubeta con un zarape raído dentro.

Ya de tiempo se comportaba raro. Un como delirio lo fue ocupando, pero parecía inofensivo. Un manso. Hasta cometer lo mencionado. No lo negó. Sólo su vecina dijo no lo hizo, él no fue. La vieron tan feo que se abstuvo de insistir. A decisión tomada no vale otra razón.

Creyeron que moriría. Resultó que no. Caminó la mitad del lecho ocre, herrumbroso, las costras del lodo. En un charquito encontró hojas y bichos. Desfallecía de sed y sol cuando dio con el espejo solitario. Bebió, comió y se sentó. A esperar. Habló. Ni él se escuchaba. Cayó la noche y durmió. La mañana siguiente comenzó el futuro. Otro, después del que había alcanzado la comarca entera. Igual en la meseta y los bajíos. Dejaron de pasar coches y camiones. La carretera se enmalezó, ociosa. Antes la manoseaban las aguas de la laguna y en ocasiones la anegaban, no esta mancha grande y muerta en que se convirtió.

En el viejo futuro las máquinas se detuvieron. Si no todas, la mayoría. Como aquí sólo había unas pocas, las gentes se acostumbraron pronto. Nadie resiste mejor los desastres que los pobres.

Conrado era ahora el más pobre de todos. Pronto perdió el hilo del tiempo, día, noche, día, etcétera. Lluvia, casi nunca, apenas para resucitar los charcos. Se acostumbró al hambre, a la sed, al sol, al frío, a las estrellas ilegibles. Él mismo una costra opaca, terregosa. Era sorprendente la cantidad de semillas, objetos y esqueletos que guardaba la extensión del páramo lacustre. Tuvo la fortuna de dar desde los primeros días del exilio con el cascarón de una lancha abandonada, no tanto hundida en su etapa flotante como atrapada por el lago desvanecido. Volteada, le sirvió de madriguera a partir de entonces.

Vigías en las lejanas orillas, formalmente armados, le echaban el ojo en tedio y penuria. Por divertirse a veces le disparaban sin atinar, o no querían darle. Balas que espantaban a Conrado, echado a correr, animalito acorralado. Desistió de cualquier intento de acercarse a la antigua ribera, y si al principio acarició la idea de escaparse, ahora no acariciaba nada ni nada lo acariciaba. Puso los ojos en el centro: ese desierto. Sobrevivió sin motivo. Un venero lodoso en la hondonada del oriente le fue fiel. Sin eso y su inexplicable población de achoques, que no eran ajolotes, pero así les decían, se habría sumado enseguida a las finas osamentas de pez y salamandra.

Nunca sintió remordimientos. Resentimiento tampoco. Sabía que lo culparon por desprecio. Desde chico se había acostumbrado a las burlas, el maltrato, la discriminación de su propia gente. Rarito de por sí. Silencioso. Su madre lo trataba como a los perros, con distraído cariño. En ese tiempo contó con techo, huevos de gallina, las sobras, tortilla dura, algún roce materno en la mollera.

Monito que se movía sobre la extensa planicie árida cuando no putrefacta. Cualquiera podía verlo a la distancia. Desnudo, en garras o cubierto por una lona que desenterró. Disputaba las moscas con uno que otro reptil que llegaba a sus dominios irónicamente más extensos que los predios de los ejidos. Nadie poseía tantas hectáreas, aunque las suyas fueran inútiles, las peores. Miserable latifundio.

Se convirtió en un náufrago, apacible locura, la paciencia crónica del prisionero. Su destierro le dio tierra, quién dijera. Crecieron plantas cerca del venero. Dio con larvas improbables. Algo hongueaba las piedras. A veces apedreaba pájaros perdidos. Tristes chivas pastaban hierbajos cerca de las casas en el lago muerto. Aprendió a robarles leche en las madrugadas. Tuvo sexo ocasional con alguna.

Su mención era fantasmal en las conversaciones de la gente, hirsuta y hosca, a fin de cuentas tan sobreviviente como Conrado. Poco a poco el erial fue devorando o expulsando a los moradores a la redonda. Los últimos huesos fueron los de Conrado, polvo en el polvo paciente, como el olvido.