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La política del desarraigo
D

e por sí, la vida no es fácil. Pero vivir a salto de mata, tener miedo cuando ves a un policía en la calle, ir a trabajar con un nombre falso y saber que es posible que no puedas volver a ver a tu familia, debe ser muy estresante.

No obstante, 12 millones de personas migrantes en Estados Unidos viven en esa situación de estrés permanente, todos los días. La angustia no es sólo personal; lo viven las parejas, los hijos, los familiares que saben que uno, o varios miembros de la familia, vive en situación irregular y que los califican de ilegales.

Pero a todo se adapta uno. Se baja la guardia y el día menos pensado estás al frente a un oficial de la migra que te pide papeles y el mundo se derrumba. Diez, 15, 20 años viviendo y trabajando honestamente, y tu vida y la de tu familia, se vienen abajo. La alarma del reloj suena de vez en cuando, pero suena y te llega la hora.

Todo parecía tranquilo, que la migración irregular era tolerada, que se necesitaba mano de obra, que eras una persona honesta y trabajadora. La espada de Damocles, definida como la amenaza persistente de un peligro es un buen símil.

En realidad, se trata del diseño de una política migratoria específica, de que los migrantes extranjeros que vengan a trabajar a un país rico en recursos pero, envejecido y carente de mano de obra, no se queden, que sean temporales, que sólo trabajen en lugares asignados, que no puedan vender libremente su fuerza de trabajo, que vengan solos, sin familia; menos aún que no se integren, que no se arraiguen.

La política del desarraigo tiene una larga historia, y Estados Unidos se esforzó por modelar la mano de obra mexicana como temporal y circular y para que se dedicara a la agricultura y el mantenimiento de las vías férreas, ambos trabajos de corte temporal y que requieren de movilidad espacial.

En realidad, esta política se empieza a aplicar cuando el gobierno de California se da cuenta de que las leyes de exclusión de migrantes chinos (1882) y luego japoneses (1907) provocaron una gran escasez de mano de obra y empezaron a ver al sur, a la mano de obra mexicana, que de hecho ya estaba, desde siempre, en ese territorio.

Con la gran crisis de 1929 se deportó o se obligó a regresar a cerca de medio millón de mexicanos, pero se hizo especial énfasis en que se fueran del norte industrial, los mexicanos mejor que vivan y trabajen cerca de la frontera para que puedan regresar.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el modelo se perfecciona, con un acuerdo bilateral para surtir de mano de obra, para la agricultura y el mantenimiento de vías, como un aporte al esfuerzo bélico de los aliados. El acuerdo, renovado anualmente, duró más de 22 largos años y especializó a los mexicanos en el trabajo agrícola. En los campos donde no se podía mecanizar la recolección, trabajaban sólo mexicanos. Los filipinos, hawaianos, negros y blancos pobres habían abandonado el trabajo agrícola.

El asunto funcionó bastante bien, hasta 1964, cuando se canceló el Programa Bracero Legal y la migra se dedicó a administrar a la mano de obra indocumentada, pero tolerada. Ahora funciona un programa similar, con las visas temporales H2A y B, que es unilateral. Los mexicanos llegan solos; lo importante es mantener la presión y que regresen voluntariamente o de manera forzada.

Algo similar sucedió en Europa. Después de la Segunda Guerra y los trabajos de reconstrucción, el famoso programa de trabajadores temporales de turcos, españoles, portugueses, griegos, italianos y magrebíes. Pedían trabajadores y les llegaron personas. Y aunque se quedaban por generaciones, no se le permitía el acceso a la nacionalidad. El derecho de sangre, la raza, era el requisito indispensable.

En Japón las cosas son iguales, pero sí claras desde el principio. Para los trabajadores son temporales por cinco años y es imposible renovar, incluso para el caso de asiáticos. Los únicos que tienen acceso son los que tienen ancestros japoneses. No hay lugar para el arraigo.

Lo mismo sucede en los países petroleros del golfo, pero en peores condiciones, donde viven aislados totalmente y sin poder casi interactuar con los nativos. Trabajan y se van.

Incluso en los casos donde se acepta inmigrantes por razones humanitarias o casos especiales sucede lo mismo. La temporalidad es la norma, no hay definitividad, no hay posibilidad de echar raíces.

Así viven más de medio millón de migrantes con Estatus Temporal Protegido (TPS en inglés), es el caso de salvadoreños, haitianos, venezolanos y de otros países. Cada cierto tienen que renovar su temporalidad.

Pueden llevar 30 años y siguen siendo temporales.

Es también el caso de los dreamers, que llegaron de niños con sus padres y socializaron en las escuelas de Estados Unidos, cualquier intento por salir de temporalidad, ha sigo denegado en el Congreso; no hay acceso a la residencia, menos aún, a la nacionalidad.

La política del desarraigo es implacable y generalizada, pero los políticos y los científicos sociales, siguen hablando de países de acogida y de programas de integración.