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Robert de Niro me adora, asegura

El boxeo no existe más para mí, prefiero el cine: Manos de piedra

Antes peleábamos sin importar los riesgos, queríamos saber qué tan buenos éramos; no podías agarrar a uno malo, señala Roberto Durán

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▲ El ayer y hoy de Roberto Durán, uno de los boxeadores latinoamericanos con mayor prestigio en la historia.Foto cortesía del CMB y @robertoduranbox
Enviado
Periódico La Jornada
Jueves 16 de noviembre de 2023, p. a12

Tashkent. Cada pelea de boxeo es una historia en sí misma. Un relato sin palabras que revive y se enriquece con el paso del tiempo. Recordar a Roberto Manos de piedra Durán, tal vez el boxeador latinoamericano con mayor prestigio en la historia, es recrear aquel episodio mítico del no más ante otro monstruo sagrado como Sugar Ray Leonard, cuando el panameño de pronto asumió la versión más nihilista de sí mismo y se negó a seguir en combate. Hasta ahora la razón de aquel abandono aún es un enigma.

Ya no podía más y lo dije. Pensé que tendría una revancha, pero ya no me la dieron. Eso ya no importa, dice para tratar de dejar atrás el episodio del segundo combate ante Leonard en noviembre de 1980. Casi una década después volvieron a enfrentarse; sin embargo, tanto la rivalidad como sus cuerpos ya se habían entibiado.

No era sólo miedo o que un rayo de honestidad hubiera aterri-zado en su humanidad. Eso es seguro, pues su historial demuestra que si algo le sobró fue arrojo. Una temeridad y talento que lo encumbraron entre los más grandes de este deporte. La carrera de Manos de piedra fue arriesgada, heroica y apasionada como la vida de un santo que, tras conocer el exceso, sufre una revelación que lo envía al exilio como ermitaño.

La escritora estadunidense Joyce Carol Oates, una de las pocas mujeres que le ha dedicado líneas al boxeo, plantea en uno de sus ensayos más brillantes: Hay boxeadores que, actuando al máximo de su talento, advierten, a mitad de combate, que no será suficiente. ¿Acaso ese golpe de realidad llevó a Manos de piedra a decir no más cuando todos querían ver una escena más de esa épica guerra contra Ray Leonard? El secreto lo guarda Durán. Ese recuerdo, siempre que vuelve, lo lleva a decir que su pasado como pugilista quedó atrás.

Ya no veo boxeo, no me interesa nada eso, expresa con voz ronca, como si algo se le hubiera roto por dentro, pero que hace el escándalo suficiente para hacerse no-tar donde sea que enuncie cualquier ocurrencia.

Los pugilistas de ahora no me interesan

No me gusta el boxeo ni me interesan los peleadores de ahora. Para mí todo eso ya terminó, remata quien se midió ante los más peligrosos y superdotados oponentes.

Cuando le hablan de este deporte responde como quien está obligado a rendir cuentas por alguien más. Los años 80 fueron el gran teatro donde le tocó encarnar a un personaje que fue parte de un elenco lujoso, una era que pareciera imposible hoy día. Ray Leonard, Marvin Hagler, Davey Moore, Wilfredo Benítez, entre aquella generación dorada.

Antes peleábamos sin importar cuánto estaba en riesgo. Queríamos saber qué tan buenos éramos y si decían que fulano era mejor, pues entonces yo quería saber si puedo ganarle. Es un privilegio enfrentar a uno bueno, porque si uno le gana quedará para los que vengan detrás y eso es lo más bonito que puede pasarle a cualquiera, afirma.

Pero lo que verdaderamente movía a los boxeadores era el orgullo de ponerse frente a cualquiera que tuviera fama de agallas, porque mientras mejor fuera el adversario, igual sería la tasa de compensación. El riesgo era proporcional a las ganancias, pelear ante un tipo duro era la mejor inversión.

No podíamos agarrar a uno malo, porque la gente nos criticaba, así debíamos pelear con el que viniera para nosotros estar conten-tos. Mientras mejor fuera el rival, más se pagaba, comenta Durán.

Aprendíamos a pelear con el corazón, claro, eso es básico en un pugilista, pero sobre todo necesitábamos boxear con inteligencia, porque sin pensar bien, las cosas no salen, explica.

Pero es mejor hablar de otras cosas para Durán. Su ojos bri-llan cuando conversa del mundo del espectáculo. O mejor aún, de cine. Más que cualquier combate, parece llenarlo de orgullo que una película cuente su biografía. Manos de piedra (Jonathan Jakubowicz, 2016) narra su historia desde la infancia en el barrio pobre de Chorrillo en Panamá, hasta su cumbre como boxeador en la élite. El venezolano Édgar Ramírez lo interpreta y Robert de Niro actúa como su entrenador.

De Niro me adora. Cada que voy a Nueva York nos vemos. Siempre quiso contar mi vida, así que es un sueño que haya trabajado en esta película, comenta orgulloso.

Fanático del western

“A mí ya no me gusta el boxeo y nunca lo veo, porque casi todo el día veo películas. Soy muy amigo de gente como De Niro y Joe Pesci. No hay nada más lindo que el cine, puedo ver una tras otra, me gus-tan los western”, suelta como un niño que acaba de entrar a una sala de proyección.

Incluso prefiere cantar con los amigos cuando lo invitan a reuniones. Lo que no quiere saber hoy día es de sus años como peleador. Al menos no contados por él mismo. De esa vida dice no más.

El boxeo no existe más para mí. Eso es pasado y el pasado no interesa, bueno, yo digo, remata Durán.