econstruir Acapulco después de Otis es una tarea extremadamente difícil de cumplir, mucho más aún si se quiere hacer bien.
Es una oportunidad para mejorar de modo sustancial las condiciones de la ciudad y de su entorno, para beneficiar a una población muy castigada por la pobreza, la marginación, la violencia, la delincuencia y el caciquismo.
Requiere de una firme decisión y mucho esfuerzo: humano, material, económico y político, lo que va bastante más allá de la voluntad que han expresado inicialmente tanto el gobierno como los empresarios.
Para empezar, se necesita una correcta evaluación de los daños y de sus consecuencias, seguida de una idea clara de cómo encaminar los trabajos de índole material y recuperar una cierta cohesión social, también de largo muy lastimada.
No se trata de dejar las cosas de modo similar al que estaban en términos de la infraestructura urbana y rural, de la economía de la gente y de la provisión de servicios básicos como energía, comunicaciones, caminos, agua, escuelas, hospitales, seguridad pública y demás. No se trata de volver a un viejo e insostenible Acapulco, aunque sea remozado.
Otra cosa es cómo replantear la infraestructura turística que, junto con el resto del sector de los servicios, es la principal fuente de trabajo y de ingresos para las familias. Un reordenamiento en serio es también clave para la ciudad y su composición económica y social.
Un primer aspecto que llama la atención concierne a las estimaciones iniciales sobre el costo de la reconstrucción. La primera cifra señalada por el gobierno federal para la recuperación de los daños en Acapulco fue del orden de 61 mil 313 millones de pesos, alrededor de 3 mil 500 millones de dólares a la paridad actual. Esta cantidad contrasta de modo significativo con la estimación que hizo el sector empresarial, que fue del orden de 306 mil millones de pesos, en torno a 17 mil millones de dólares, casi cinco veces más, y en un tiempo de dos años.
Las faenas iniciales de limpieza y restitución de los servicios están en marcha; las primeras ayudas a la gente han llegado. Habrán de hacerse evaluaciones constantes del estado de esta situación que exige premura, control y mucha eficacia. También se impone la transparencia en el uso de los recursos. Mientras pasen por más manos, mayor será la pérdida. Esta será una prueba de fuego para la institucionalidad a escala nacional y local. El gobierno del estado está en un verdadero brete.
La reconstrucción requiere, obviamente, de un plan y una estrategia para su ejecución. No es tarea sólo para operadores políticos de distintos niveles, cuyas capacidades actuales para una obra de esta envergadura no parecen ser las más adecuadas. Se necesita de administradores, especialistas, profesionales y técnicos en construcciones, cuestiones urbanas y de salud pública; también de apoyos de expertos en materias sociales; no pueden desatenderse la educación ni los servicios de salud. Se precisa una intervención decisiva en materia de seguridad pública en una ciudad y una región en las que ese entorno se ha degradado en demasía, lo que se ha documentado desde hace casi tres décadas.
Todo lo anterior cuesta y no puede decirse seriamente que habrá recursos ilimitados para atender la situación en Acapulco y otras partes de la costa de Guerrero. Tal cosa no existe. Las estimaciones indican que Otis dañó 80 por ciento de los hoteles, hasta 90 por ciento de las viviendas y alrededor de 65 por ciento de la costa, en un estado con 3.5 millones de habitantes, de los que 800 mil viven en Acapulco, que no fue la única zona dañada.
Hay que reponer lo perdido y en las mejores condiciones posibles. La Secretaría de Hacienda señaló que el Fondo de Desastres Naturales (Fonden) cuenta con 18 mil millones de pesos y que se tienen seguros catastróficos y otros recursos. Pues esto es bien poco para lo que se necesita.
Y aquí entra un asunto que ha generado un necesario debate, aunque por ahora infructuoso. Obra sin plan, sin apoyo técnico y sin recursos suficientes está condenada al fracaso, más todavía una de esta naturaleza, en la cual la situación y el tiempo lo exigen; en la que habrá mucha política de por medio.
La Cámara de Diputados, con la amplia mayoría del partido Morena y sus aliados, mostró de qué está hecha y no consideró modificar el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) para asignar recursos a la reconstrucción.
Pero esto es perfectamente consistente con la manera en la que este gobierno ha gestionado el presupuesto federal. En un artículo publicado en la revista Nexos de octubre, se expone que entre 2019 y 2022 “el Presidente (…) modificó en 19.4 por ciento el destino de los recursos aprobados por los legisladores. A pesar de que la Constitución señala que corresponde al Poder Legislativo decidir cómo asigna el erario”.
El PEF modificado amarraría los fondos para Acapulco y sería una base de orden en la gestión de la intervención del gobierno en la crisis. Una discrecionalidad de tal magnitud no constituye un plan y menos una estrategia de cómo usar los recursos y garantizar los resultados esperables de la gestión pública. Esto compromete el tipo de reconstrucción en Guerrero, que podría acabar siendo parcial y muy tardada.
El asunto está ligado con la decisión del gobierno de declarar superada de emergencia en Acapulco y Coyuca, basada en que han terminado las lluvias y los vientos fuertes. Esta concepción burocrática de lo que es una emergencia social de este tamaño es en verdad notoria y temible.
El gobierno deberá ser muy cuidadoso en la forma en que se responde de modo inmediato, pero también duradero, a la crisis de Otis, pues las consecuencias no podrán ampararse en una declaración política que afirme una recuperación parchada y sea, así, una herencia política y social indeseable.