o podemos dejar de preguntarnos: ¿Qué mundo es éste? ¿Qué país nos hemos dado al calor de tanto cambio de estructuras y mentalidades? ¿Cómo es que sobrevivimos a tanta adversidad hasta ayer culminadas en la pandemia? Preguntas que nos agobian porque no encontramos explicaciones suficientes.
Sin duda, podemos arriesgarnos a elaborar intrépidas hipótesis, pero en el fondo sospechamos que poco podrán alumbrar la bruma espesa que se va instalando en los ánimos y realidades nacionales.
El crimen, organizado y no, se salta sus propias trancas y genera olas interminables de horror y miedo. Podemos seguir intentando la poco eficiente negación de la realidad e insistir en que esa violencia es cosa de otros, pero la canija realidad es apabullante: la amenaza no distingue, no conoce límites ni treguas.
La brutalidad tiene sus agendas, por eso una y otra vez nos sorprende. Las nuestras pretenden partir de una normalidad ficticia que no es propia de un estado de excepción o de emergencia. Más bien, se han vuelto espejos siniestros, imágenes absurdas, miopías, cerrazones que se apoderan de la política y sus acertijos ridículos, pero también de los negocios y de sus capitanes. Y, en medio, el triste espectáculo de la guerra
desatada por los libros de texto gratuitos que poco o nada tiene que ver con el enorme desafío educativo que afecta a millones de niños y jóvenes sin que sus familias acierten a encontrar senderos de salida y esperanza.
En este malhadado contexto, la democracia en su dimensión electoral parece un triste conjunto de vacuidades sin mensaje alguno para la acción racional y colectiva. Gran promesa del discurso predominante de la reforma política, atado férreamente a la democracia representativa.
El discurso polarizante y violento no parece dispuesto a respetar límites. Todo es maniobra, burla, cinismo. Un show (mal) montado y peor actuado por malos actores que se deslizan impunemente por el maltrecho escenario de la política democrática. Conservar y elevar el rating obsequiado por el moderno oráculo de las encuestas es el fin. Hora del mercado total, que no la del discurso neoliberal, vocación implantada en reflejos y resortes en el corazón del poder constituido y de hecho.
Los resultados de esta nefasta modalidad moderna
de la vida política son deplorables. La hipermovilidad y visibilidad de unos candidatos, que no lo son, no conllevan a un mejor entendimiento de lo que piensan del estado de la nación. Sus balbuceos se reducen a afirmar el rol preasignado de participantes de un reality show.
Tendremos que cuestionarnos, si es que antes la casa no se nos viene encima, cuál ha sido el sentido de haber obligado a la política a convertirse en tan grotesco espectáculo; cómo es que se fue degradando nuestra convivencia; cómo el bien colectivo fue dejando paso al mero cálculo, a la grosera utilidad.
Recuperar la visión republicana y poner por delante nuestro respeto a valores fundamentales, como el de la educación, que, como nos dijo Delors, encierra un tesoro
, debería ser parte de una última llamada para salir al paso de tanta fantasía destructiva como la que se ha venido tejiendo ante nuestros ojos. Una pausa simbólica para deliberar a fondo sobre una adversidad que todo lo emponzoña.
Nada que celebrar en estas jornadas más que adelantadas para la sucesión presidencial; mucho que imaginar para apagar las llamaradas y empezar a crear confianza y respeto, sin los cuales no puede haber esperanza alguna. ¿Será posible que, todavía, podamos rencauzar la próxima jornada electoral y sea ésta piedra de toque para (re)ordenar nuestro camino democrático? La palabra tiene que ser de todos y pronto.