Número 191 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
 
Códice De la Cruz-Badiano

EditorialCurar con plantas

La cococxihuitl sirve para la tos, la yxiayahual quita la fiebre, la eloquiltic remedia el estreñimiento, la totoncaxihuitl es para los granos, la hueipatli ayuda a la digestión, la iztacqualhitl purifica la orina y alivia al pene, la pipitzauac te purga, la chiantzozotl es para cuando te quiebras un hueso, la iztacpalancapatli sana las llagas, la cocoxihuitl cura el catarro… y así sigue el Códice Florentino hasta acabalar más de 120 plantas medicinales que entre 1547 y 1571 las y los indígenas de Tlatelolco, Azcapotzalco, Cuauhtitlán, Texcoco y otros pueblos nahuas del centro de México identificaron para Antonio Valeriano, Antonio Vejarano, Martín Jacobita, Pedro de Sanbuenaventura, Andrés Leonardo y otros estudiantes indígenas del Colegio de la Santa Cruz, fundado y dirigido por Fray Bernardino de Sahagún, quién coordinó los trabajos y ordenó los escritos en náhuat y español.

Pero hay más; por los mismos años y en el mismo colegio de Tlatelolco, el médico indígena Martín de la Cruz dibujó a colores y describió 183 plantas indicando qué enfermedades curan y cómo deben utilizarse. El xochimilca Juan Badiano lo tradujo al latín, por lo que se le conoce como Códice De la Cruz- Badiano.

Otro compilador de la herbolaria curativa nahua fue el español Francisco Hernández, médico del rey Felipe II, quien enviado por el monarca vivió en Nueva España entre 1570 y 1577 como protomédico de Las Indias y con los reportes de sus informantes indígenas redactó 17 volúmenes manuscritos que más tarde fueron publicados como Historia de las Plantas de Nueva España.

Y esto es solo el conocimiento nahua recogido en el centro del país, pero en todo Mesoamérica y Aridoamérica se conocían las plantas curativas. Una sabiduría médica inagotable que en gran medida persiste y que más de cuatro siglos después, recogió Maximino Martínez, quien en su monumental Catálogo de nombre vulgares y científicos de plantas mexicanas, identifica por su nombre común 20 462 plantas que la gente conoce y sabe para qué sirven. Ahí figuran, pero ahora también con su nombre científico algunas de las que ya aparecían en el Códice Florentino como el coztomatl, ahora conocido como costomate que los científicos bautizaron Phyzalis coztomatl. Han transcurrido cinco siglos y los saberes persisten.

Los proto etnógrafos y proto botánicos del siglo XVI se ocupaban de la diversidad cultural y biológica porque querían dar cuenta de un mundo vertiginoso e inagotable que hasta entonces no había estado en contacto con otros mundos, de modo que era necesario documentarlo. A Sahagún se lo encarga el provincial franciscano fray Francisco de Toral, otros como el soldado Alvar Núñez Cabeza, en su relato conocido como Naufragios, escriben porque necesitan dar fe de lo vivido en su caso entre los indígenas de Aridoamérica: “Esto he querido contar porque allende que todos los hombres desean saber las costumbres y ejercicios de los otros”.

Y en estos escritos la diversidad geográfica y biológica es un componente imprescindible; interesan las sociedades y sus costumbres, pero también importa su entorno natural. Contexto que no es el escenario indiferente donde se desarrollan las culturas, pues el hábitat forma a la gente y la gente significa y transforma su hábitat, que de este modo deviene un entorno humanizado. Las descripciones de la diversidad biológica como las que recogen Sahagún, de la Cruz y Hernández ejemplifican lo que digo, pues no se limitan a describir los ejemplares, también informan de su empleo. Nos hablan de “plantas útiles”: alimenticias o curativas. No son botánicos a secas, son etnobotánicos, lo suyo es la pluralidad biocultural.

Fascinación por la diversidad tanto de las culturas como de sus paisajes naturales y humanizados que se extiende a otros abordajes del proverbial “nuevo mundo”. Me refiero aquí a historiadores como Gonzalo Fernández de Oviedo o Joseph de Acosta que no se limitan a narrar los avatares de pueblos y personajes, se ocupan también y con notable extensión y prolijidad del entorno natural de lo historiado: el clima, la geografía, la diversidad de plantas y animales. Sintomáticamente el libro mayor del primero publicado en 1526 se llama Historia general y natural de Las Indias, y el del segundo, aparecido en 1590, lleva por título Historia natural y moral de Las Indias.

“E primeramente trataré del camino y navegación, y tras aquesto diré de la manera de gentes que en estas partes habitan; y tras esto de los animales terrestres y de las aves y de los ríos y fuentes y mares y pescados, y de las plantas y yerbas y cosas que produce la tierra”, escribe Fernández de Oviedo, quien dedica dos terceras partes de su tardío Sumario de la natural historia de Indias a la descripción de animales y plantas, estas últimas documentadas en 19 capítulos en los que se las describe y en caso de ser medicinales, se indica cómo se emplean y la dolencia que curan.

Mas preocupado que Fernández por la estructura, metodología y marco conceptual de lo que escribe de Acosta divide su libro en una primera sección que se ocupa de las “obras de la naturaleza” y otra que trata de las “obras del libre albedrío”. En la primera aborda el clima, los vientos, los mares, ríos y lagos, los terremotos, los minerales, las piedras preciosas y finalmente los animales y vegetales, empezando por el maíz: “planta criada principalmente para el mantenimiento del hombre”, el cultivo del que mayormente “se sustentan”, el “pan de las Indias”, a continuación se ocupa de las flores “pues son los indios muy amigos de las flores” y de las plantas medicinales: “Las plantas formó el Soberano Hacedor no solo para comida sino también para recreación y medicina”, escribe el jesuita.

Es claro por la forma en que lo abordan que el paisaje ecológico al que Fernández, y de Acosta se refieren extensamente no es un entorno dado “obra de la naturaleza”, sino un entorno nombrado, significado, usado, transformado por quienes en él habitan; un mundo de vida, una de las dos partes de el orden biocultural americano.

Este modo de ocuparse de la sociedad y la naturaleza como un todo indisolublemente entreverado no es el de la mayoría de los historiadores, ni de los de antes ni de los de después. Hablando de Fernández, escribe José Miranda: “Los lindes del exiguo campo temático de los historiadores antiguos y medievales fueron considerablemente dilatados por los historiadores del Renacimiento, singularmente por los que se ocuparon de los descubrimientos y las conquistas ultramarinas. Adelantándose a la de nuestros tiempos la historia va a extender su dominio, que no pasaba antaño de la narración de acontecimientos políticos y bélicos, a la descripción del medio físico y de la vida social… La causa del “desborde” la “totalización” sería la curiosidad suscitada por lo nuevo, el deseo de conocerlo en su integridad: naturaleza, hombres costumbres…”.

La irrupción de la diversidad social y natural propia de un siglo marcado por los viajes y los “descubrimientos” con ellos asociados, es signo de los tiempos y atributo personal de los dos historiadores que nos ocupan. Fernández de Oviedo cruza el Atlántico cuando menos 12 veces, su primer viaje es a Darién y en esa ocasión recorre gran parte de lo que ahora es Centroamérica, luego, se establece en Santo Domingo donde es regidor y desde ahí visita casi todas las islas del Caribe: La antigua, La española, Jamaica, Cuba… Joseph de Acosta vive en España e Italia y del “nuevo continente” conoce Santo Domingo en el Caribe y sobre todo Perú, donde recorre parte de la zona Andina y la Nueva España, donde pasa dos años. Viajeros que hablan de lo que ven en sus viajes y para los que la historia de lo que ocurre en estas regiones no tiene sentido sin su contexto biocultural.

Los dos modos de hacer historia; el que se enfoca solo en los eventos político militares y el que se ocupa también de la textura social y el entorno natural, son de prosapia. Los padres fundadores de la historia como ciencia ejemplifican ambos enfoques. En Heródoto hay etnografía, geografía, biología… mientras que Tucídides va a lo suyo: los personajes y eventos estelares.

Descripciones como las que siguen abundan en Heródoto: “Estas son las costumbres entre los babilonios hay entre ellos tres castas que no comen más que pescado… otros se alimentan con raíces y con frutos”, “Los masangeras no siembran cosa alguna, viven del ganado y de los peces”, “Hay otros indios cuya costumbre es no matar a ningún ser viviente… comen yerbas” “Llueve muy poco en la tierra de Asiria lo suficiente apenas para alimentar la raíz del trigo… no como en Egipto donde el río mismo se desborda y cubre los campos”.

En Tucídides en cambio los temas de los capítulos son siempre de este tenor: “Los atenienses sitian la ciudad de Mitilene, que quería rebelarse contra ellos. Los de Mitilene piden auxilio a los peloponenses. Los atenienses son derrotados en Norica…” y así.

Dos paradigmas historiográficos que se explican en parte porque Heródoto era pata de perro y Tucídides sedentario. Nacido en Caria, Heródoto fue antes viajero que historiador: de Grecia conoció Atenas, Corinto, Argos, Esparta, Beocia, Delfos Macedonia, Tracia Escitia… pero también viajó por oriente: Lidia, Persia, Egipto; estuvo en Italia y al parecer visitó Cartago… En cambio, Tucídides casi no salió de Atenas.

Aunque era griego Heródoto admiraba a los egipcios, a los sirios, a los persas con quienes Grecia había guerreado, y la historia que escribe “tiene como fin que no lleguen a desvanecerse con el tiempo… las acciones grandes y maravillosas llevadas a cabo por griegos… y por los bárbaros”, En cambio el Ateniense Tucídides escribe para la mayor gloria de Atenas: su magna obra debe mostrar sin lugar a dudas que el tiempo trabaja a favor del imperio de su ciudad sobre todo el mundo conocido; para él la historia es un curso que va de la pluralidad a la unidad… ateniense. Tucídides es ferozmente Atenascéntrico, Heródoto en cambio es más bien pluralista. Y por eso Tucídides hace una historia reduccionistamente política mientras que Heródoto hace una historia atenta a lo que hoy llamaríamos diversidad biocultural, porque en ella se sustenta la pluralidad humana. Hablar de quelites o no hablar de quelites, ahí está la diferencia.

Escribe el historiador Fernand Braudel que alinea con Heródoto y no con Tucídides: “Nuestro primer gesto es creer en la heterogeneidad, en la diversidad de las civilizaciones del mundo, en la permanencia, en la sobrevivencia… No obstante, todos los observadores nos hablan de la uniformidad creciente del mundo ¡Apurémonos a viajar antes de que la tierra tenga por donde quiera el mismo rostro!”. Viajemos, sí, y donde quiera que vayamos miremos hacia abajo, hacia las yerbas más humildes de las que sin embargo nace la diversidad que todavía somos. •