Editorial
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Maíz transgénico: defender la vida
E

l gobierno de Estados Unidos decidió invocar un panel de resolución de disputas bajo el T-MEC a fin de obligar a México a adquirir y consumir el maíz transgénico producido en el país vecino. Se trata de la última fase de una escalada que comenzó en enero con peticiones de explicación de los motivos e información pertinente sobre ciertas medidas mexicanas relativas a productos biotecnológicos (es decir, la prohibición de ese organismo genéticamente modificado [OGM] para consumo humano); en marzo pasó a una solicitud formal de consultas técnicas, y en junio a consultas de solución de controversias.

Las acciones de la Casa Blanca se insertan en el marco legal del acuerdo trilateral de libre comercio, y está en su derecho de recurrir a ellas cuando cree vulnerados sus intereses. La legalidad no hace menos lamentable que la administración de Joe Biden actúe como personera de la poderosa agroindustria de su país e intente imponer a otros la ingesta de productos cuyos efectos para la salud humana se encuentran sometidos a una intensa polémica. Peor aún es que abogue por esas trasnacionales en nombre de la lucha contra el cambio climático y los esfuerzos a favor de la seguridad alimentaria, cuando la experiencia práctica de décadas ha demostrado que el sistema técnico construido en torno a los OGM constituye una de las máximas amenazas para dichas causas.

Por una parte, todos los OGM se producen bajo el régimen de monocultivo, por lo que destruyen la biodiversidad del planeta y representan la aniquilación de todo tipo de especies animales y vegetales. Además, están diseñados para funcionar bajo modelos extensivos en tierras e intensivos en energía, por lo que se convierten en grandes emisores de gases de efecto invernadero. Para colmo, las grandes extensiones de monocultivos son un vehículo para la propagación de plagas. Por ello, las semillas transgénicas son inseparables de plaguicidas y herbicidas que multiplican los daños al ambiente y que plantean un peligro adicional a la vida humana. El más conocido de ellos, el glifosato, es usado de forma irresponsable en Estados Unidos, pero está vetado o se ha restringido en 18 países, así como en varias ciudades de España, Argentina y Nueva Zelanda, en 80 por ciento de las regiones de Canadá e incluso en tres urbes estadunidenses. Por otro lado, es un hecho irrebatible que en cuanto los transgénicos patentados por las grandes corporaciones entran a un país, éste pierde su seguridad y su soberanía alimentaria. El caso de Haití resulta tan ilustrativo como dramático: en 1995, Bill Clinton convenció a las autoridades haitianas de eliminar los aranceles a la importación de arroz, con el argumento de que sus bajos precios serían benéficos para la población y estimularían la modernización de la agricultura local. En menos de una década, el dumping de los granjeros estadunidenses altamente subsidiados provocó el abandono del campo haitiano, dejando en la indigencia a los campesinos; luego sobrevino la crisis económica y Haití se encontró con que no podía ni producir alimentos ni importarlos debido a su falta de divisas. El desenlace fue una hambruna y un empobrecimiento catastrófico de los que los haitianos no han podido recuperarse. En 2010, Clinton se declaró arrepentido, pero sus tardías disculpas no revirtieron el desastre.

El panel en el que se decidirá el futuro del maíz transgénico en México se desenvolverá en medio de discusiones de un carácter sumamente especializado. Este contexto debería dar tranquilidad por las sobradas evidencias de que los OGM son un peligro para la salud humana, la seguridad alimentaria y la vida en la Tierra. Lamentablemente, la comunidad científica ha sido capturada de manera sistemática por la agroindustria con base en subvenciones, becas, financiamiento generoso e interesado a los programas de investigación y oportunidades de enriquecimiento mediante la entrega de acciones bursátiles a sus empleados de élite. En este escenario, es previsible que los expertos convocados por Washington antepongan sus intereses personales a la ética científica, al mismo tiempo que el gobierno mexicano se verá en dificultades para encontrar académicos honestos, comprometidos con la ciencia antes que con sus patrocinadores.

El panorama es a todas luces adverso, pero la batalla es ineludible para proteger al campo mexicano y el bienestar de la población. En lo inmediato, las autoridades habrán de aplicarse a fondo en el reclutamiento de especialistas imparciales que defiendan la posición nacional en los foros del panel, pero está claro que el único remedio definitivo pasa por revisar el T-MEC para purgarlo de sus componentes nocivos.