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Lucha antinarco regional y soberana
E

n su mensaje por el aniversario 198 de la independencia de Bolivia, el presidente de ese país, Luis Arce Catacora, instó a los gobiernos de Latinoamérica a emprender una lucha coordinada en contra del narcotráfico, el cual, señaló, ha penetrado las esferas políticas, pone en riesgo la seguridad de los estados y ha estado inmerso en la política boliviana con saldos desastrosos.

El exhorto del mandatario sudamericano es de interés por diversas razones. La primera de ellas es, en efecto, el enorme poder de infiltración y cooptación de las organizaciones delictivas dedicadas al trasiego de estupefacientes ilícitos, derivado de sus ganancias astronómicas; además, tales organizaciones acumulan en diversos países, como en México y en Colombia, un preocupante poder de fuego, y se han ramificado por encima de fronteras nacionales; todo ello constituye una amenaza de primer orden para la estabilidad, el estado de derecho y la paz.

Por otra parte, debe considerarse que el paradigma de la guerra contra las drogas, lanzado en los años 70 del siglo pasado por el gobierno de Estados Unidos, está en bancarrota. De entonces a la fecha se ha ido haciendo evidente que esa estrategia ha servido a Washington para cargar la responsabilidad por el fenómeno de las drogas en las naciones de Latinoamérica, hacerlas pagar un costo exorbitante en muertes, destrucción y erosión institucional, así como para emprender acciones y programas de supuesta cooperación que han sido en realidad maniobras injerencistas que han debilitado la institucionalidad allí donde han sido aplicadas.

La crisis de la doctrina de la guerra contra las drogas, sostenida contra viento y marea por las sucesivas administraciones estadunidenses, resulta patente a la luz de la descomposición imperante en su principal instrumento, la Drug Enforcement Administration (Oficina de Control de Drogas, DEA por sus siglas en inglés), cuyos máximos funcionarios se han visto envueltos en investigaciones de corrupción y conflictos de interés, y varios de cuyos agentes han sido imputados por su vinculación con el narcotráfico. Por lo demás, la política antidrogas estadunidense está basada en equívocos garrafales, como el que ha llevado a privilegiar el combate al trasiego de estupefacientes por sobre la lucha contra las adicciones; omisiones gravísimas, como la falta de control sobre firmas farmacéuticas locales que desde la legalidad han inducido a la narcodependencia a millones de personas, y mentiras evidentes, como la que pretende que en territorio de Estados Unidos no existen grandes corporaciones delictivas dedicadas al narcotráfico.

Con todo, y a pesar de la epidemia de adicciones que padece su población, ese país ha sido el mayor beneficiario económico del tráfico de drogas, no sólo porque es en sus instituciones bancarias, financieras y cambiarias en donde se lava el grueso de las ganancias de este negocio ilícito, sino porque su industria armamentista ha realizado enormes utilidades vendiendo armas a cárteles y a gobiernos por igual.

En estas circunstancias, es claro que, en materia de combate al narcotráfico, para las naciones de América Latina y el Caribe en las que se producen y transitan las drogas resulta imperativo priorizar la colaboración entre ellas antes que con Washington.