as tensiones que hoy enfrentan las universidades públicas en México están enmarcadas en el proceso mayor de redefinición educativa superior que ha caracterizado a este sexenio. Tanto en el ámbito simbólico, como en el jurídico y fáctico, se han vivido intensas presiones hacia tales instituciones y una importante afectación a su marco de libertades.
En el primer caso se incluyen las constantes acusaciones de conservadurismo a las instituciones de educación superior, así como de presuntas irregularidades a sus autoridades. Es preciso tener presente que en las universidades modernas coexisten expresiones políticas de todo tipo, pero también recordar que, en los regímenes autoritarios del siglo XX (España o las dictaduras conosureñas) y semiautoritarios de gobierno (nuestro país durante décadas), tales instituciones lograron constituirse en espacios de clara resistencia social. Ese fue justamente el caso de la UNAM y otras instituciones educativas, cuyas comunidades hicieron frente intelectual y socialmente a las políticas del priísmo y de la alternancia partidista.
En el mismo sentido, desde el gobierno y algunos medios y redes digitales, ha surgido una campaña de declaraciones y denuestos que, lejos de promover las debidas demandas e indagaciones judiciales ante supuestas conductas indebidas de sus autoridades, se han centrado en su desacreditación. No habrá tiempo de profundizar en ello, pero resulta imposible omitir el señalamiento de que hoy el debate público carece de relevancia si no se encuentra enmarcado en la violencia verbal y, como mínimo, en la ironía o la descalificación. ¿Ha habido desviaciones? Pues deberá acudirse a la ley para indagarlo y, en su caso, para penalizarlo.
En el segundo caso es necesario referir diversas acciones que ensombrecen las aspiraciones oficiales de atender la problemática educativa superior: 1) la sustracción inicial de la autonomía universitaria en la reforma de 2019 al tercero constitucional; 2) la aprobación de la Ley General de Educación Superior que, independientemente del consenso entre las fuerzas del Legislativo, dejó en la ambigüedad temas, como la obligatoriedad y la gratuidad de la educación superior, y 3) la reciente aprobación de la Ley General en Materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación, que establece una junta de gobierno cuya composición pone al saber humanístico y científico –cultivado mayormente en las universidades públicas– a merced de la racionalidad de las oficinas gubernamentales, incluidas la Defensa Nacional y la Marina (artículo 68).
Hoy resulta necesario insistir en el valor intrínseco de la autonomía universitaria, la cual, de ninguna manera, es una amable concesión gubernamental. Se trata de un atributo universitario planteado hace poco más de dos siglos como condición para la construcción y desarrollo del conocimiento y para generar una relación pertinente ante el poder del Estado. Así, Wilhelm von Humboldt aludía a las libertades universitarias como un factor que garantizaba el cumplimiento del encargo social de tales instituciones. Ello daría la pauta para instaurar un pacto entre el poder y el saber el cual sería la base para la edificación de la universidad germánica y que sería asumido ulteriormente en casi todo el mundo.
A unos cuantos meses del relevo en el rectorado de la Universidad Nacional y a poco más de un año del cambio de gobierno nacional –en un escenario en que las principales candidaturas a la Presidencia tienen, por su formación o praxis, un inédito apego al saber– es necesario plantear qué autonomía queremos y para qué institución. Para el año próximo en universidades públicas, incluida la UNAM, se habrán modificado sus cuerpos directivos. ¿Qué autonomía reclamamos? De manera muy sintética: una autonomía que devuelva la confianza y respeto a las instituciones universitarias; que ratifique su facultad para decidir sobre los aspectos académicos; para seleccionar a sus autoridades, profesores y estudiantes, así como para ejercer su presupuesto. Ello bajo criterios de rendición de cuentas y mecanismos duales de evaluación en los que se garantice el cumplimiento de su alto encargo.
¿Para qué universidad? Para una institución comprometida con el saber y con las exigencias de nuestra sociedad; que contribuya de manera efectiva a la superación de las desigualdades de un país asimétrico e injusto; que dentro cuente con criterios de rigor académico bajo mecanismos de representatividad y gobernabilidad adecuados. Una institución que pueda generar los necesarios procesos de reforma sin temor a intromisiones externas. Una universidad, en suma, en la que podamos confiar unos y otros.
Adenda. En universidades públicas ha surgido una inexplicable urgencia por cambiar sus leyes orgánicas. La búsqueda de coordinación y coherencia de principios planteado por la LGES, no obliga a construir una isomorfía normativa en las universidades públicas y, por el contrario, la pretensión de armonizar
las leyes puede derivar en una forma de abdicación del propio marco autonómico. La normativa universitaria es un medio para impulsar de manera sustantiva a las instituciones y de ninguna manera es conveniente improvisar o forzar transformaciones sin una reflexión y consulta profundas. Hoy resulta crucial tener una alta sensibilidad política para identificar los tiempos y formas adecuadas de generación de propuestas de reforma normativa. Ello es parte sustancial de la autonomía universitaria.
*Investigador del IISUE de la UNAM e investigador nacional