e todas las figuras que protagonizaron a la Revolución Mexicana la más polémica y una de las más enigmáticas es, sin duda, Francisco Villa. Polémica fue su larga (y a veces indescifrable) trayectoria mientras se mantuvo en el centro del proceso durante más de nueve años. Objeto de interminables debates e investigaciones han sido los móviles y los presuntos responsables intelectuales de su asesinato en 1923. Su legado nunca cobró unanimidad ni reposo en la memoria civil. Hoy día, a 100 años de su muerte, ya en un nivel estrictamente mitológico, mantiene su capacidad carismática para propiciar las más inverosímiles pasiones y atrabiliarias afectaciones.
Antes que nada, al historiador le es preciso distinguir tres planos en que se despliega –como lo hizo ya notar Thomas Benjamin– ese universo que llamamos Villa: el mito, la memoria y la historia. Mezclar sus lógicas y lenguajes significa rendirse frente a alguno de ellos. No entender la forma en que están entrelazados anula o abate la complejidad del problema.
Los mitos importan, y mucho. Su labor es simplificar ad absurdum la complejidad de una vida o una conmoción social. Su lógica es hacer aparecer lo absurdo como algo real. Sus paráfrasis las podemos observar en los debates recientes que se han escenificado en el Congreso y la prensa. Habría un Villa que nunca dejó de ser un bandolero, un villano inculpado hoy incluso de violar mujeres. El otro Villa, el heroico, encarnaría a una fastuosa rebelión popular inspirada en el ansioso ideal de una sociedad menos injusta. Los mitos no son en absoluto insignificantes. Al contrario, expresan los lenguajes de la historia en los códigos del subimaginario social: ahí donde una sociedad da rienda al conflicto de sus deseos más indecibles, donde se identifica con una vida singular y un rostro (en la multitud de la historia). En este sentido, vale la pena tratar de identificar la peculiaridad de cada mitología. A Villa se le acusa de todo: crímenes, destrucción, devastación institucional, lo que sea. Y, sin embargo, algo nunca aparece en esta leyenda negra
. A diferencia de todos los políticos de la Revolución (léase: Carranza, Obregón Calles, etcétera): nadie le atribuye ningún viso de corrupción. Es decir, hacerse de riquezas y privilegios personales. Dado el centro simbólico que ocupa esta deprimente atribución en nuestro imaginario nacional, es un síntoma impresionante. El síntoma del intento de modificar sustancialmente la relación entre el poder, el derecho y la justicia. Algo que tal vez sólo una revolución puede lograr, por más que la mexicana, en su conjunto, haya fallado en esta labor. En este renglón, y acaso sólo en él, es equiparable al legado de su contraparte del sur: Emiliano Zapata.
Como todo mito político moderno, Villa representa la unidad de una antípoda elemental: mitad violencia, mitad emancipación. Entre los griegos, el centauro reúne estos atributos. Lo que falta a sus críticos es distinguir de qué violencia se trata. Huerta ejerció un tipo de violencia destinada a preservar el antiguo régimen pofiriano; Villa acometió el intento de destruir este régimen. Walter Benjamin diría que se trata de una violencia mítica, es decir, la construcción de una nueva fuerza de ley a través de la formación de un nuevo poder. Esa ley fue la que promulgó en 1914 expropiando a las haciendas de sus antiguos propietarios. Léase: volviendo ilegítimo un derecho que parecía prácticamente natural. De esta sustancia se nutrió toda la legitimidad del nuevo orden que empezaría a asomar a partir de los años 20. Es por ello que quedó grabado en la memoria de un régimen (el de los sonorenses) que nunca lo vio como suyo, y no sólo por su destreza militar.
El tema de las violaciones a las mujeres de Namequipa ha ocupado parte del debate actual. Es comprensible. La historia es la conversación de una sociedad sobre su pasado. Este presente incluye hoy la discusión feminista. Friedrich Katz analizó con detalle el caso. La verdadera genialidad de Villa consistió en disciplinar a un ejército popular. No siempre lo lograba. Sobre todo, cuando la violencia de sus atacantes alcanzaba los niveles de devastación que cobró en esa batalla. Katz asegura que el caso no se repitió.
Se olvida en cambio la escena de la ocupación de Satevo. Una joven acusa al párroco del lugar de haberla violado. El cura divulga el rumor de que Villa fue el violador. Villa lo detiene y, en público, lo carea con la muchacha. Resulta que la embarazó y el prelado se niega a aceptar la paternidad. Villa ordena su fusilamiento, pero ante la presión de las mujeres del pueblo por salvar la vida del cura, opta por obligarlo a que admita su culpa públicamente y prometa no repetirlo.
In nuce, se observa aquí la función de la Iglesia, que durante décadas se dedicó a difamar a Villa. ¿Por qué? Porque sin ser anticlerical ni antirreligioso, sin siquiera tener conciencia de ello, Villa fue uno de los grandes artífices de uno de los más generosos legados de la Revolución Mexicana: la secularización de la sociedad. Lo único que hacía era deponer a los clérigos que mantenían el poder de las haciendas entre los pobladores.
Pero no sólo fue el clero el que mantuvo el repudio a Villa. También lo hizo la prensa y el gobierno estadunidense tras el ataque a Colombus; lo hicieron también Obregón, Calles y Amaro, responsables directos de su asesinato.
La pregunta es: ¿cómo fue que la figura de Villa logró sortear la fuerza de difamación de todos sus incontables y formidables detractores? ¿Cómo es que a todos les ganó la batalla por la historia?