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La Nacha rodríguez narra el horror de tlaxcoaque

“Si me pelo sin que se haga justicia, que digan: ‘Ella dejó su testimonio’”
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▲ Ignacia Rodríguez, activista estudiantil del 68, en la marcha antiporros en Ciudad Universitaria del 5 de septiembre de 2018.Foto José Carlo Rodríguez
 
Periódico La Jornada
Jueves 13 de julio de 2023, p. 14

Junto con otros presos políticos, Ana Ignacia Rodríguez, La Nacha, la reconocida activista del Comité 68, regresó el año pasado a los lúgubres sótanos de Tlaxcoaque, donde estuvo detenida cuando era muchacha. Al empezarse a dar los primeros pasos para convertir a esta vieja prisión en un sitio de memoria por decisión del gobierno de la Ciudad de México, fue invitada a una visita de exploración. Fui con el corazón encogido, recuerda.

Sólo de bajar la rampa del estacionamiento, la memoria olfativa de La Nacha encendió en su memoria terrores imborrables. Lo primero fue el olor. Sentí que todo se me venía encima.

Aunque es una de las sobrevivientes de este centro de tortura y prisión ilegal y su nombre figura en los archivos históricos de Tlaxcoaque, ella manifiesta su escepticismo y sus dudas. No voy a participar en este proyecto si no se distingue claramente lo que es un memorial y un sitio de memoria; si no se rescata y se divulga la verdadera historia de todo lo que pasó ahí. Hasta ahora, en este gobierno no he visto justicia, ni del 2 de octubre del 68, después de 53 años. Ya me voy a morir, pero nunca he dejado de denunciar, siempre he juntado valor para hacerlo. Así, si me pelo antes de ver que se haga realidad la justicia, que digan: Ella dejó su testimonio.

Más sitios de memoria

Tiene otras demandas, que para ella son importantes. Una es que en lo que fue la antigua cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla, en los espacios que ocuparon las tres celdas donde fueron recluidas las presas políticas de los años 70 y 80, se abra otro sitio de memoria.

Este proyecto avanza con el respaldo de la rectora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Tania Rodríguez Mora, y el plan es que el año próximo quede listo el espacio en el lugar en el que estuvieron las celdas donde recluyeron a las universitarias Roberta Tita Avendaño, Amada Velasco, Nacha y la abogada laborista Adela Salazar de Castillejos, así como a varias guerrilleras.

Otro de sus objetivos en esta misión de rescate de memoria y dignificación de las presas del 68 es que la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México acceda a nombrar su auditorio principal en honor a La Tita (1940-1999), quien fue miembro del Consejo Nacional de Huelga (CNH). Hace dos años Ana Ignacia hizo llegar por escrito esa petición al rector Enrique Graue. A la fecha ni siquiera hay una respuesta.

Después de la matanza de Tlatelolco, la policía capitalina desató una sistemática cacería de líderes y activistas del movimiento que rompió con el conformismo de la sociedad urbana, en la era que se conoció como el desarrollo estabilizador, pero que guardaba, desde el gobierno, una mano de hierro.

La Nacha tenía 23 años cuando fue detenida y trasladada a Tlaxcoaque. Estaba casi al final de la carrera de derecho, que quedó trunca. El 4 de octubre 1968, dos días después de la masacre, de donde había logrado salir ilesa (aunque magullada, con las rodillas raspadas y las medias desgarradas). “Nunca debí haber estado ahí. Yo fui brigadista del movimiento estudiantil en la Facultad de Derecho de la UNAM. Marchaba, iba a asambleas, boteaba, hacía pintas. No más. Ni siquiera era líder, como mi compañera Roberta Avendaño (La Tita), que sí era miembro del CNH”.

Fue su segundo encarcelamiento. El primero fue el 18 de septiembre, cuando el ejército violó la autonomía e invadió la Ciudad Universitaria, llevándose presos a cientos de estudiantes y maestros. La presión social obligó a las autoridades a liberarlos. Fueron a dar al Palacio Negro, el penal de Lecumberri, 42 mujeres. Ya no había cárceles para tanta gente, dice. Recuerda cómo hasta a las celdas donde se amontonaban las detenidas se alcanzaban a oír los gritos de los manifestantes en la calle: Libertad, libertad. Al día siguiente, por la presión, las liberaron a todas.

Ella era una muchacha de provincia, de Taxco, de una familia de plateros acomodados y muy conservadores. “Me decían La pequebú”. Llegó al Distrito Federal y de allí a la poesía de Pablo Neruda y Nicolás Guillén, a conocer de la revolución cubana, la música de protesta y los hippies. En consecuencia, a las marchas de estudiantes que daban vida a los ámbitos universitarios de la época. Todo esto me bajó de mi nube rosada, dice. Y empezó su toma de conciencia social.

La famosísima Nacha

El 2 de octubre de 1968, Nacha y Tita lograron huir de la represión en Tlatelolco. Cada una logró escapar por su lado, entre balazos y cuerpos caídos. Ignacia llegó a Reforma y ahí, cerca del Sanborns de Lafragua, unas jóvenes le pagaron un taxi que la puso a salvo. Recaló en el departamento de un médico amigo suyo, Luis Cisneros Sotelo, que le brindó albergue. Hasta ahí, en la unidad habitacional de la antigua SCOP, colonia Narvarte, la fueron a detener –sin orden legal, sin motivo– agentes de civil de la temida Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia.

Al llegar a los sótanos de Tlaxcoaque la esperaban Luis Cueto Ramírez, jefe de la policía capitalina, y el subjefe Raúl Mendiolea Cerecero, ambos generales. (El primero fue destituido ese mismo año; el segundo fue nombrado jefe de la Policía Judicial en 1977.

Fue Cueto quien la recibió:

–Así que tu eres la famosísima Nacha...

–Soy Nacha. Pero no famosísima.

En respuesta recibió un bofetón de mano del jefe de la policía.

Su amigo Luis Cisneros, de quien había recibido refugio el día anterior, era amigo de un hijo de Cueto y llamó por teléfono para interceder por ella: “Por eso no me violaron, como a todas las demás mujeres que cayeron ahí. Mi tortura fue que me obligaron a presenciar la tortura de otros. Esos días los separos estaban llenos de estudiantes. Pero también muchas otras víctimas: trabajadores sexuales, carteristas. Las violaciones más brutales eran a los gays. Me obligaron a pararme detrás de la reja y vi cómo a un montón de preparatorianos que habían detenido en Tlatelolco los desnudaban, les aplicaban la picana, los golpeaban. Fueron los días más duros de mi existencia.

“Me dejaron sola en una celda. Al lado estaban una señora y su hija. Me preguntó que por qué me habían llevado. Le dije que era estudiante. ‘Uy, ya te amolaste’, me dijo”. En ese sótano, siempre sola, sin siquiera entender por qué la arrestaron, pasó seis o siete días. Antes de soltarla la amenazaron de muerte.

“Era tan ingenua, tan… nunca se me ocurrió pensar que volverían por mí”, cuenta. “Lo primero que hice al salir fue ir buscar a Tita a Ciudad Universitaria y otros sitios donde pensé que la podía encontrar. Luego regresé al departamento de mi amigo. En cuestión de días nos cayeron a todos”.

En esa oleada represiva detuvieron a decenas de líderes del movimiento, a los que se intentaban ocultar y a los que no. Me encapucharon desde el primer momento. Sé que me llevaron a unas caballerizas, quizás en el Campo Militar 1. Después a otra casa de seguridad y, finalmente, nos ingresaron a la cárcel de mujeres. Ahí sí, en todos lados fui torturada.

En el archivo de Tlaxcoaque quedó registrado el nombre de Ana Ignacia Rodríguez. En su memoria, la determinación de hacer que esa historia la conozcan las nuevas generaciones de mexicanos. Que no la olviden.