on el acuerdo entre la Coalición Nacional, el Partido de los Finlandeses, los democratacristianos y el Partido Popular Sueco (RKP), Finlandia tendrá el gobierno más derechista de su historia. Esa coalición, identificada con la centroderecha, obtuvo 20.8 por ciento de los votos en los comicios de abril pasado, una exigua victoria sobre el 20.1 por ciento de los nacionalistas xenófobos y 19.9 por ciento de la socialdemocracia, actualmente en el poder. Aunque el líder conservador Petteri Orpo pudo optar por una alianza parlamentaria con los moderados socialdemócratas, prefirió unir fuerzas con una ultraderecha que, en teoría, está más alejada de sus posiciones.
El nuevo panorama político finlandés refleja el viraje que tiene lugar en toda Escandinavia, un área geográfico-cultural que históricamente fue el bastión de la socialdemocracia auténtica
, es decir, de un Estado sui géneris en el que valores caros al capitalismo como la protección irrestricta de la propiedad privada y una estrecha vigilancia judicial sobre la voluntad popular coexistieron con vigorosas garantías sociales que redujeron al mínimo posible las desigualdades provocadas por el mercado cuando se le deja a su arbitrio.
Durante décadas, los partidos socialdemócratas se mantuvieron inexpugnables en las urnas gracias al éxito de este modelo que conjugaba el concepto occidental de libertad con un bienestar generalizado y una palpable ausencia de lacras como el crimen o la violencia. Para explicar el cambio de rumbo que, con sus peculiaridades locales, viven Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca e Islandia, resulta poco instructivo mirar al nivel de vida, el cual ha sufrido alteraciones muy menores en comparación con el acelerado deterioro de las condiciones de las mayorías en otras latitudes.
Lo que ha cambiado es la composición étnica y cultural de unas sociedades que permanecieron en un relativo aislamiento debido a su lejanía geográfica y su clima desafiante: en años recientes, miles de personas han acudido a estos países desde África, Medio Oriente, Asia e incluso el sur de Europa en busca de refugio. La afluencia de grupos humanos con costumbres, prácticas y aspectos diferentes reveló los límites del liberalismo y la tolerancia de que presumían los estados socialdemócratas: el encuentro con la otredad ha sacado a la luz unos impulsos racistas, nativistas, y un egoísmo agresivo que lleva a partes crecientes del electorado a respaldar a unas derechas cada vez más cercanas al fascismo y en algunos casos francamente indistinguibles de él.
Por lo demás, Escandinavia no está sola en este giro: en España, Italia y Francia cobran fuerza los herederos del nunca extinto fascismo del siglo XX, con toda la panoplia de exaltación de la familia tradicional, el militarismo, el patrioterismo y, siempre en primer lugar, un odio cerril a los inmigrantes pobres. En Italia, Suecia, Dinamarca o ahora Finlandia, se repite un patrón en que las ultraderechas acceden al gobierno no porque sean mayoritarias, sino porque las derechas supuestamente institucionales las incluyen en coaliciones que hace no mucho habrían sido inadmisibles para sus bases y dirigentes. En suma, el conservadurismo tradicional, que siempre dijo defender a la democracia liberal de los extremos que aparecían a ambos lados del espectro político, hoy se quita las máscaras, exhibiendo su disposición a pactar con la xenofobia y el autoritarismo con tal de mantener privilegios de grupo y de clase.