os sangrientos hechos ocurridos el pasado jueves, poco antes de las 10 de la mañana, en el tranquilo parque junto al lago de Annecy, en el sureste de Francia, levantaron indignación y horror en todo el país. La incomprensión general ante el ataque contra cuatro niños menores de 3 años por un hombre armado con un cuchillo no ha hecho sino agravar estas emociones que reclaman explicación de lo inexplicable.
Por fortuna, como un bálsamo para calmar los sentimientos de venganza y miedo, se despertó, casi al mismo tiempo, el de la admiración que suscitó la proeza de un joven de apenas 24 años, elevado a la estatura de héroe de inmediato. Entusiasmo admirativo causado por las imágenes exhibidas en la televisión y las redes sociales gracias a la filmación de los hechos realizada por un pasante. Las imágenes muestran a un hombre vestido de negro con bermudas y camiseta, la cabeza cubierta por un turbante, un largo cuchillo en la mano, volviendo la cabeza de un lado a otro, sin duda en busca de nuevas presas infantiles. Un muchacho lo persigue tratando de detenerlo con ayuda de su morral. Se ha deshecho de su pesada mochila, cargada en la espalda, para tratar de atrapar al agresor. Aunque no consigue detenerlo, impide al agresor continuar la masacre de niños mientras llegan los policías que inmovilizarán al energúmeno.
Estos sucesos hicieron olvidar, en días siguientes, la lucha contra la reforma de pensiones, los adolescentes suicidados a causa del acosamiento de otros alumnos a través de Internet y en persona, el descontento social general, la inflación, en fin, todas las causas de inquietud que Francia atraviesa. Cabe preguntarse por qué tal escándalo, por qué tanta irritación, cuando por fortuna, y perdón por el realismo, ni siquiera hubo muertos. Seis heridos, cuatro niños pequeños y dos adultos, todos ya escapados del peligro mortal. No se trata tampoco del bucólico lugar donde ocurrieron estos hechos; ya antes, en 2020, una noche de fiesta, aniversario de la toma de la Bastilla, en la concurrida Promenade des Anglais, un camión arremetió contra los pasantes causando 86 muertos y más de 400 heridos.
El atacante afirmó ser un cristiano de Oriente y besó un crucifijo, colgado a su cuello, clamando que actuaba en nombre de Cristo. El asesino es un sirio que obtuvo asilo en Suecia, pero a quien se negó la naturalización. Después de intentar estafar los centros de ayuda del país nórdico, decidió inmigrar a Francia, donde solicitó un asilo que se le negó, pues ya tenía el sueco. ¿Es esto un motivo para atentar contra niños que apenas aprenden a andar? En fin, al parecer no se trataba de un terrorista islamista. Y, mientras muchos se preguntaban cómo habrían reaccionado en esas circunstancias, nuestro héroe afirmó ser católico practicante, recorrer Francia para visitar las catedrales, sin considerarse para nada un héroe, sólo hizo lo que cualquiera habría hecho en el momento en que Dios lo puso en ese camino. Era un simple hombre blanco, francés, católico y modesto, el cual quería pensar que lo que había tenido el valor de hacer habría podido ser hecho por cualquier otro joven de buena voluntad.
La emoción suscitada por estos hechos lleva a una reflexión profunda que conduce al concepto de lo sagrado. En nuestra civilización, los niños son sagrados. El infante representa el futuro, la esperanza, la inocencia, lo indefenso. El heroísmo es también sagrado: un héroe es el hombre capaz de morir para salvar la vida de sus semejantes o a causa de un principio superior. Desposeído de su individualidad y egoísmo, enfrenta la muerte, su humanidad se diviniza y lo vuelve sagrado. Los héroes de la Antigüedad, griega u otra, eran más que hombres, eran semidioses. El joven de la mochila, Henri, no desea medallas ni recompensas, sólo pide asistir a la ceremonia por la restauración de Notre-Dame y orar por las víctimas. No queda duda: lo sagrado no puede existir sin la espiritualidad.