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Ucrania: ¿y el dolor que no se ve?
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n julio de 2022, la ciudad ucrania de Járkov fue escena de una imagen sobrecogedora. Un niño de 13 años camina a una parada de autobús para esperar a su hermana, en una actividad cotidiana obligada. Un misil ruso dirigido a un objetivo civil destruye la acera y asesina al niño. Su padre, llamado Vyacheslav Kubata, llega al lugar, y no atina más que a hincarse, tomar la mano de su hijo y cerrarle los párpados, abiertos aún en una mirada póstuma que entraña al mismo tiempo sorpresa y horror.

La escena demuestra que un vasto infierno puede caber en una pequeña caseta de espera del transporte público. El rostro del hombre es timbre fehaciente de cómo ciertos dolores son tan grandes que es preferible no nombrarlos. Cuando un hijo pierde a sus padres, se le llama huérfano. Cuando los padres pierden a un hijo no hay vocablo que los defina, acaso porque el miedo nos evade de crear una denominación para esta orfandad a la inversa.

La escena expone la imposibilidad de reducir los seres humanos a estadística: la mujer policía que debe tomar nota de los datos del joven asesinado pausa su labor para consolar al padre tanto con un abrazo como con los ojos, de los que brotan solidarias lágrimas. La imagen fue captada por un talentoso corresponsal de guerra mexicano, y cumple pronto un año de publicada.

En ese lapso, la ONU ha informado los datos que revelan una pista de cuántos infiernos similares ha habido. Hasta marzo de 2023, había casi 19 mil víctimas civiles –ucranios y rusos– en el conflicto. De ellas, más de 7 mil son muertos y más de 11 mil, heridos. Ninguna víctima lo es por sí sola: un solo muerto implica que todo su círculo familiar y social habrá de cargar con una herida que quizá no sangra, pero igual aturde y permanece.

¿Qué pasa con esas víctimas no de las armas, sino otros trances que conlleva una guerra? En apenas un año ya son un sacudimiento social en Europa y en el mundo. Observemos la dimensión de los refugiados ucranios a partir de la operación rusa del 25 de febrero de 2022. Hoy, Polonia alberga un millón 602 mil 262; Alemania un millón 61 mil 623; República Checa poco más de medio millón; Reino Unido, más de 200 mil. Tan sólo hasta aquí, se resaltan más de 3 millones de personas, cuyo nombre de refugiados nos les hace justicia, porque hace sentir que están a salvo. Se trata de personas que llevan la zozobra a cuestas: dejaron todo quizá en una salvaguarda de las balas, pero no de los efectos de la guerra, cuya venalidad los golpea a larga distancia en lo que perdieron y a través de quienes dejaron.

República Checa es donde habitan más refugiados ucranios per capita , al considerar su población de poco más de 10 millones de personas. La Unión Europea publicó recientemente que de los ucranios ahí establecidos, 37 por ciento planea volver a su país y varios lo hicieron ya. El peligro de un conflicto bélico se considera un mal menor ante la angustia e incertidumbre sobre lo que quedó atrás.

Las lecciones históricas no fueron aprendidas. Ucrania volvió a ser escenario de una disputa geopolítica, tal como lo fue en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, cuando potencias de occidente y movimientos políticos –sitos en el proyecto Intermarium– apostaron a que ese país, Polonia, Lituania y Bielorrusia podían unirse y fungir de dique ideológico, a través de la religión católica, para contener el fantasma soviético naciente. La apuesta falló. Como ahora, un siglo después, falló el cálculo ruso de pensar que una operación especial lograría una victoria veloz y no la intromisión de otros actores internacionales.

La guerra se ha prolongado más de un año; esa región vuelve a ser espacio de disputa geopolítica, como si el mundo fuera un tablero de ajedrez cuyos estrategas mueven piezas desde un mirador seguro, sin importarles los peones ni que los espectadores inocentes pueden morir también. O más bien tal disputa geopolítica nunca cesó: al fin y al cabo, las raíces de los escenarios históricos de la centuria pasada –la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría– entrañaron una confrontación ideológica, como señala Markku Ruotsila, entre el liberalismo, el conservadurismo y el socialismo, cuya intención era regir el destino del siglo XX.

Hoy el conflicto ideológico es menos claro (¿quién quiere regir qué y hacia dónde el siglo XXI, en un mundo con más incertidumbres que metas ideales?), pero las taras destructivas permanecen intactas. Las voces internacionales que llaman a la mesura son vistas no como gesto de sensatez, sino como tibieza, en un maniqueísmo que poco ayuda ante el sufrimiento real de las víctimas centrales de esta tragedia: los civiles.

Recientemente, M. Ishtvanyk, artista ucrania refugiada en República Checa, publicó un pequeño libro de ilustraciones donde expuso su salida de Kiev con su familia, que fue exitosa gracias a su prudencia (y a la solidaridad de muchas personas y de su hija). Su voz resume el sentir de aquellos que portan esa herida invisible de quien tiene la presencia en un lugar pero el pensamiento en la casa en llamas: volví unos días a Ucrania, pero mi alma ya no estaba ahí. Quizá de su experiencia no brote sangre, pero de su voz sí emana una tristeza que duele igual. ¿Cuántos sacrificios más, civiles ucranios y rusos, se deben hacer en el altar de una geopolítica que ya ni siquiera blande utopías?

* Académico de la Universidad de Hradec Králové, República Checa. Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional