Opinión
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Mar de Historias

¡Mugroso perro!

N

o importa a qué época correspondan mis recuerdos, siempre acabo diciéndome lo mismo: Parece que fue ayer, sobre todo cuando pienso en el día en que tuve que pedirle a doña Sonia, mi patrona, que me permitiera llevarme a Juan a vivir conmigo porque su abuela ya no podía atenderlo. Aceptó esa misma tarde, cuando escuchó la aprobación de Renato, su marido: un hombre trabajador, amable y, por lo que vi, siempre complaciente con ella.

Parece que fue ayer cuando una vecina bajó a avisarme que mi niño estaba asomado al pretil de la azotea y apenas tuve tiempo para jalarlo de un bracito antes de que se estrellara contra la banqueta. De igual modo veo aquel lunes en que lo dejé en la escuela primaria ya hecho un hombrecito con su uniforme, su mochila y el cabello rebelde sometido con gotas de limón.

II

No sé si a todos los padres les suceda lo mismo cuando sus hijos crecen, pero a mí me parece que fue ayer cuando Juan se negó a que lo acompañara al Plan Sexenal adonde iba a jugar futbol con sus amigos. Aunque me proponga evitarlo, acabo de pensar que fue apenas ayer cuando asistí a la ceremonia donde mi muchacho obtuvo su título de contador privado. Poco después, empezó a hablarme de una tal Donají que era su condiscípula en un curso de actualización.

Vivimos tan de prisa que nunca nos damos cuenta de lo rápido que pasan los años y un día, que me parece que fue ayer, mi hijo, algo cohibido, me dijo que deseaba presentarme a Donají, pero con la súplica de que no le hablara a su amiga de sus enfermedades infantiles, ni del día que vomitó por todo el restorán o sus titubeos en un festival escolar.

Ante tan claras restricciones, y para demostrarle que estaba dispuesta a respetar su decisión, le pregunté a mi hijo si podía hablarle a su amiga de Piquín, de lo encantador que era pese a las malas condiciones en que inexplicablemente lo tenía doña Sonia y de la forma en que una tarde decidimos raptarlo. Su respuesta fue contundente: No. Que sea nuestro secreto.

III

De eso han pasado ya veintitrés años y todavía recuerdo nuestras peripecias para convencer a mi patrona de que nos permitiera llevar a Piquín hasta el Parque de las Mimosas. Elegimos ese lugar porque, según habíamos visto en un volante pegado en la tintorería, quedaba a pocos metros de allí un refugio canino recién inaugurado.

Parece que fue ayer cuando llegamos al refugio. A la entrada del local, bastante amplio y limipio, colgaba una cartulina multicolor que decía: Somos seres vivos. No queremos maltratos. Regálanos felicidad. Una joven muy amable se inclinó para acariciar a Piquín y al verlo retroceder, nos dijo: Es natural que reaccione así: tiene miedo, pero aquí estará bien.

Aunque aquel momento pasó hace muchos años, aún recuerdo que tardamos mucho en decidir si llevarnos a Piquín” de regreso a la casa o dejarlo en el albergue. Aunque con profunda tristeza, fue lo que hicimos.

Parece que fue ayer cuando, agarrados de la mano, Juan y yo emprendimos el regreso a la casa donde nos esperaba mi patrona, nerviosa y malhumorada como siempre. Enseguida nos reclamó que nos hubiéramos tardado tanto y quiso saber dónde estaba Piquín. Justificamos su ausencia repitiendo la mentira que Juan y yo ensayamos durante todo el camino de vuelta: que le habíamos quitado la correa para dejarlo más libre en el jardín, pero en un descuido se había echado a correr y ya no pudimos encontrarlo. Ante el silencio de la señora Sonia, le aconsejé no preocuparse tanto: Piquín era tan listo que de seguro encontraría el camino de regreso a la casa.

Aún recuerdo la manera en que la patrona se me quedó viendo, levantó los hombros y con una sonrisa fea me dijo: Por mí, ¡qué bueno que se haya largado ese mugroso perro! Aquí sólo me ha causado molestias y gastos. Lo que me preocupa es qué voy a decirle a Renato cuando regrese. Juan tuvo el valor de decirle: Pues la verdad: que se fue.

IV

Han pasado muchos años de aquella tarde dominical, sin embargo, me parece que fue ayer cuando Renato, de vuelta de un viaje, aturdido, se puso a dar vueltas y a ver por todos los rincones con la absurda esperanza de encontrar a Piquín.

Doña Sonia escondió su satisfacción ante la ausencia del perrito tras un gesto compungido y se ofreció a salir en busca de Piquín en ese mismo momento. No se imaginaba –dijo– la vida sin su compañía. Irritado por la falsedad de su esposa, don Renato estalló en furia y le dijo que, si tanto apreciaba a Piquín, por qué siempre lo había tenido amarrado en la terraza llena de basura, por qué ante la mínima falta la emprendía a golpes o lo dejaba sin comer.

Ella trató de negarlo todo, pero su esposo siguió adelante y la descubrió: ¿Sabes por qué siempre has odiado a ese mugroso animal, como tú le dices? Lo odías porque me lo regaló Nancy cuando supo que en su nuevo departamento no estaban permitidas las mascotas. ¿Había algo de malo en eso?

Doña Sonia, fuera de sí, ya no pudo contenerse y echó fuera sus sospechas y sus celos al afirmar que Nancy le había regalado a su esposo el perro a fin de tener una excusa para llamarlo y lograr que volviera con ella.

Harto de semejantes tonterías, mi patrón huyo a su recámara. Doña Sonia fue tras él, gritando que se arrepentía de no haberle hecho caso a su madrina cuando le aconsejó: Cásate con quien quieras, hasta con un viudo, pero no con un divorciado. Esos siempre dejan la puerta abierta para volver a su antigua casa.

Parece que fue ayer aquella noche lejana, la primera en que Piquín estuvo fuera de la casa pero disfrutó de un espacio digno, una camita tibia y un sueño tranquilo. Por si eso fuera poco, dejó de ser el mugroso perro y recobró el nombre que siempre pronuncio con mucho cariño: Piquín.