l gobierno de Estados Unidos, por conducto de su Oficina de Representación Comercial (USTR), solicitó consultas de solución de controversias a México bajo el tratado de libre comercio entre ambos países y Canadá (T-MEC) por el decreto del gobierno mexicano para eliminar gradualmente las importaciones de maíz transgénico, así como prohibir las preparaciones que emplean glifosato. La Secretaría de Economía (SE) respondió que defenderá con datos duros y evidencia la postura mexicana, y aseguró que el decreto no significará restricciones al comercio.
Los intentos de Washington de forzar a México a adquirir el maíz genéticamente modificado que se produce en territorio estadunidense deben enmarcarse en la histórica actitud de la clase gobernante de ese país de asumir como asunto de Estado los intereses, las peticiones y hasta los caprichos de sus grandes compañías.
Aunque autoridades y legisladores estadunidenses tratan de presentar su caso como defensa de los granjeros que se verían afectados por la imposibilidad de exportar a su vecino del sur su principal cultivo, los datos son elocuentes: hoy por hoy, el maíz es un negocio acaparado por un puñado de gigantescas trasnacionales que controlan toda la cadena productiva y se apropian de la práctica totalidad de las ganancias de ese negocio.
En sólo 20 años (1997-2017), el número de granjas con al menos un acre (4 mil metros cuadrados, 40 por ciento de una hectárea) sembrado de maíz se ha desplomado de 450 mil 520 a 304 mil 801, sin que exista un decremento en la producción, lo cual evidencia que las tierras tienden a concentrarse en menos manos.
Mientras 89 por ciento de las unidades productivas no generan suficiente dinero para ser autosostenibles, 3 por ciento obtienen 47 por ciento del valor de la producción agraria nacional. De acuerdo con el presidente de la Unión Nacional de Granjeros en Nebraska, entrevistado por este diario, cuatro empresas controlan 85 por ciento del mercado de semillas de maíz y 84 por ciento de la molienda del cereal, además de 84 por ciento del mercado global de herbicidas y pesticidas, con lo cual tienen control absoluto para fijar los precios y las prácticas agrícolas.
De manera cínica, la USTR acusa a México de elaborar políticas biotecnológicas sin base científica. La realidad es que, en su alineamiento ideológico con los intereses corporativos, Washington ha ignorado o tergiversado los estudios que señalan el riesgo carcinogénico de las especies transgénicas y del glifosato, herbicida aplicado a las grandes extensiones de monocultivos de organismos genéticamente modificados (OGM).
Tan difundidos son los peligros de este químico, cuya marca comercial más conocida es Roundup de Bayer (propietaria de Monsanto, firma que lo desarrolló y promovió a escala global), que 18 países lo han vetado o le han impuesto restricciones parciales. A escala local, se encuentra prohibido en varias ciudades de España, Argentina y Nueva Zelanda, en 80 por ciento de las regiones de Canadá e incluso en tres urbes de Estados Unidos. En 2018, Monsanto fue condenada a pagar 290 millones de dólares a un jardinero enfermo de cáncer terminal por no informar de los riesgos de contraer este mal cuando se maneja su producto.
En suma, con su solicitud de consultas, el gobierno encabezado por Joe Biden pretende pasar por encima de la soberanía mexicana para obligar a que se siga importando una mercancía cuyos potenciales daños a la salud humana han sido señalados por su propio sistema legal y amenaza tanto a la biodiversidad como a las tierras y aguas que pueden contaminarse por el exceso de agrotóxicos que acompañan a los cultivos transgénicos.