ese a grandes avances como la firma de los acuerdos de paz en 2016 o el triunfo electoral de un proyecto político que tiene uno de sus ejes en la justicia social y el cierre de las heridas históricas, Colombia está muy lejos de superar la lógica de la violencia, arraigada en amplios sectores de la sociedad y en el propio Estado.
Una muestra de dichos resabios se dio esta semana, cuando el ex director de la Asociación de Oficiales Retirados de las Fuerzas Armadas (Acore), John Marulanda, aseguró que los efectivos en reserva harán lo mejor por defenestrar a un tipo que fue guerrillero
, en referencia al presidente Gustavo Petro, quien perteneció al M-19. Es necesario recordar que dicha organización se desmovilizó de manera voluntaria y se integró a la vida institucional, pero sus antiguos integrantes fueron sistemáticamente exterminados por paramilitares y otras expresiones de la ultraderecha, ante la inacción cómplice de las autoridades.
Las declaraciones de Marulanda no son un hecho aislado. Por el contrario, Petro y sus colaboradores han enfrentado constantes amenazas a sus vidas: cuando el mandatario llevaba menos de dos semanas en el cargo, un convoy de su avanzada de seguridad fue baleada en una región que Petro visitaría días después. En enero de este año, un artefacto explosivo fue colocado en el camino que lleva a la casa de la vicepresidenta Francia Márquez, activista de larga trayectoria y primera persona afrodescendiente en alcanzar ese puesto. Márquez ya había sufrido un atentado con granada y fusiles en 2019 por su labor en la defensa del medio ambiente. En marzo, el director de la Unidad Nacional de Protección (UNP) de Colombia, Augusto Rodríguez, fue víctima de un ataque del que salió ileso.
El presidente ha señalado que estos intentos de poner fin a su gobierno por medio de las armas responden al terror de las derechas hacia los esfuerzos para acabar con la impunidad y sacar a la luz la corrupción, el genocidio y las complicidades criminales forjadas por quienes gobernaron la nación caribeña de manera ininterrumpida hasta agosto pasado. Es imposible tomar estos amagos a la ligera en un contexto en que la oligarquía reaccionaria retiene intacto su poder económico, así como buena parte del político, y es explícitamente refractaria a aceptar la voluntad popular. Asimismo, revisten especial gravedad cuando se considera que las fuerzas armadas colombianas padecieron una severa degradación moral al ser usadas para aplastar a la disidencia y por el abandono de cualquier código de honor, aunado a un completo olvido de los derechos humanos en sus labores de contrainsurgencia. Como se reafirmó esta semana con el testimonio de un ex líder paramilitar, las instituciones castrenses participaron en acciones que no fueron combates, sino exterminios, y no puede descartarse que una parte de los mandos conserve reflejos de tiempos tan oscuros como recientes.
Cabe desear que el presidente Petro tenga razón cuando afirma que un golpe de Estado no es el destino de Colombia, y que el golpismo es una mera nostalgia del pasado que será irremediablemente vencida por la movilización popular.