Últimamente, parece que no pasa un día sin que la “apropiación cultural” llegue a los titulares, especialmente en el caso de textiles provenientes de comunidades indígenas, pero ¿a qué nos referimos exactamente? La categoría “apropiación cultural” tiene su origen en el término cultural appropriation, surgido en países de habla inglesa para denunciar una serie de excesos que se han cometido en torno a las producciones culturales de comunidades racializadas y marginalizadas.
La idea de apropiación cultural se ha retomado en territorios hispanohablantes y se ha utilizado para describir dinámicas locales que, si bien tienen puntos de encuentro, no describen a cabalidad la crueldad de una historia colonial particular. Recientemente se ha añadido un apellido a la categoría para distinguirla de procesos orgánicos inocuos. Ahora se habla de “apropiación cultural indebida”, pienso que como paralelismo del término misappropiation, pero, sobre todo, como si fuera una cuestión que tiene que ver con lo moral, con “las buenas prácticas” y las “malas prácticas”, casi como si se resumiera en ser buenas o malas personas.
Sin embargo, la apropiación cultural o el extractivismo epistémico, como hemos optado algunas personas por nombrarlo, en realidad lo que describe es un despojo sistemático, recalcitrante, feroz y violento sufrido por comunidades históricamente oprimidas por parte de una cultura dominante. Es decir, que no se trata de una situación que tiene que ver con la moralidad, sino con una estructura social diseñada para oprimir a ciertos cuerpos en beneficio de otros.
Es por esto que, cuando alguien, en un intento desesperado por limpiar su prestigio, plantea preguntas, a simple vista ingenuas, como ¿hasta dónde es inspiración y hasta dónde es apropiación? o ¿cuál es la diferencia entre apreciación y apropiación?, en realidad está disfrazando el despojo con eufemismos políticamente correctos. Esta fragilidad es propia del privilegio blanco que busca coartadas retóricas y esconde la mano luego de lanzar la piedra.
Pero antes de que mis palabras sean tergiversadas y tomadas como ataque, tomémonos un momento para desmenuzar el plato que se nos presenta. La vestimenta ha sido siempre un marcador social que nos indica la pertenencia a ciertas colectividades; estas expresiones, en numerosas ocasiones, han sido un señalador de que ciertos cuerpos no son bienvenidos en determinados espacios. Recordemos, por ejemplo, la reciente propuesta de ley islamofóbica en Francia que prohibía el uso de velos a mujeres musulmanas. Sin ir más lejos, el pasado 27 de octubre, un elemento de seguridad negó la entrada a la tejedora triqui Yatahli Otilia Rosas Sandoval y a su hermana a una premiación en la Ciudad de México, en donde la artesana fue nominada, por confundirla con una vendedora, ya que portaba el huipil tradicional de su comunidad San Andrés Chicahuaxtla.
En el caso del territorio que ahora nombramos México, la historia de despojo comienza hace unos quinientos años, cuando los europeos arriban a estas tierras y deciden usurparlas, cometer genocidio, saquear sus recursos y destruir a su paso todas aquellas prácticas culturales que se les presentaron. Quisiera poder decir que el despojo terminó cuando México se hizo un país independiente, pero en realidad, la historia continúa. La violencia colonial permanece cuando empresas extranjeras intentan instalar mineras en territorios indígenas como Wirikuta, lugar sagrado para los wiraritari; o, por ejemplo, cuando nómadas digitales se instalan en colonias como La Condesa y promueven la gentrificación.
Pero estas dinámicas extractivas no se quedan en los recursos naturales, sino que se trasladan a los recursos culturales cuando, por ejemplo, alguna diseñadora, egresada de una universidad prestigiosa (y por supuesto privada), decide utilizar los elementos estéticos de alguna comunidad indígena sin su consentimiento ni colaboración. Resulta difícil imaginarse a una egresada de una licenciatura en diseño sin poder distinguir si está diseñando algo o lo está copiando.
Ejemplos tenemos muchos, pero realmente importante es dejar de buscar excusas y de disfrazar las verdaderas intenciones. No basta con llevar a cabo una corrección política si se continúa ejerciendo violencia colonial. Ni con emplear la categoría adecuada si no brindamos soluciones a estas atrocidades. Por esto me atrevo a enumerar algunas, no como un recetario que deba ser seguido al pie de la letra, sino como una guía articulada, susceptible de ser moldeada según los requerimientos de cada caso en particular.
En primer lugar, es importante dar reconocimiento y atribuciones correctas a las personas que elaboran los productos culturales. También es necesario respetar las diferencias culturales, es decir, las nociones cosmogónicas y las experiencias de las personas para evitar amenazar sus valores y prácticas. Y finalmente, el punto más importante es la reciprocidad y la redistribución de recursos. Es ineludible pagar el precio justo por los productos, sin regatear, para asegurar que la compensación monetaria sea más que suficiente, sobre todo porque las comunidades marginalizadas han sufrido procesos históricos de desacumulación de recursos, por lo que pagar el precio exigido es lo mínimo que puede hacerse para solventar los daños.
Finalmente, me parece importante reiterar que necesitamos hacernos responsables activamente y sensibilizarnos en cuestiones de racismo, aceptar nuestro rol en las dinámicas sociales y ser conscientes de cómo ciertos cuerpos nos hemos beneficiado, incluso sin quererlo, de estas estructuras. No se trata de prohibirle a la gente utilizar ciertas o cuales prendas, tampoco de romantizar el trabajo artesanal o los símbolos tradicionales; sino de hacernos cargo de lo que nos toca, de atrevernos a preguntar y a tomar posturas ante las injusticias sociales. •