ay muchas maneras de envejecer. Quizás una de las más indignas consista en resistirse a los cambios sobre los que uno apenas puede ya incidir. Es el caso de Europa, un anciano que, apoyado en la generosa pensión que le han dejado una historia industrial exitosa y un pasado colonial vergonzoso, camina renqueante por el mundo, pretendiendo dirigir los designios de un planeta que, probablemente, ha dejado de entender.
Sólo así se entiende la cara de presidente francés, Emmanuel Macron, cuando, en plena rueda de prensa, el presidente congoleño, Félix Tshisekedi, le espetó la semana pasada: tenéis que dejar de tratarnos y hablarnos con tono paternalista. Debéis respetar a África
. Macron no entiende. Intenta salir del paso explicando que las palabras de un periodista francés no representan la opinión de su gobierno –¿podía ocurrírsele una respuesta más paternalista?–. Señor presidente Macron, no me refería a ningún periodista
, zanja Tshisekedi.
Un día antes, los protagonistas fueron el presidente de Namibia, Hage Geingob, y el embajador alemán, Herbert Beck, a quien se le ocurrió afear al mandatario africano la presencia de ciudadanos chinos en el país. Geingob no quiso contenerse: “¿cuál es tu problema con eso? Los chinos no han venido aquí a jugar, que es lo que parece hacen los alemanes, por cierto (…). ¿El problema son los chinos? ¿Por qué no hablamos de Alemania y de cómo nos trata?”. La cara de Beck es la de quien ni en un millón de años se hubiera imaginado recibir una respuesta así.
Otro síntoma de desorientación lo ofrecen las votaciones de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre la guerra de Ucrania. Han sido apoyadas por una amplia mayoría de países, pero Estados Unidos y Europa no acaban de comprender por qué son africanos la mitad de la treintena de naciones que optan por la abstención –junto a pesos pesados como China o India, por cierto–. De hecho, prácticamente la mitad de los países de la Unión Africana se abstuvo o se ausentó de la votación contra Rusia hace dos semanas. Las cancillerías quedaron perplejas. ¿En qué momento se salieron del redil?
La guerra de Ucrania apenas es la última señal de la desorientación europea, pero es quizá su prueba definitiva. Casi medio año después del sabotaje contra el gasoducto Nord Stream, que conectaba el gas ruso a las arterias industriales alemanas a través del mar Báltico, continúa sin ser incapaz de alzar la voz. La acción no tiene una autoría indiscutible, pero las publicaciones de Seymour Hersh en febrero, y del New York Times y medios alemanes estos últimos días, sitúan la orden de ejecución en filas supuestamente aliadas.
El sabotaje del Nord Stream fue un acto de guerra en toda regla. Si de verdad fueron los ucranios, ¿no debiera ello llevar a los europeos a replantearse el apoyo incondicional y el envío masivo de armamento a Kiev? Si fueron los estadunidenses, ¿no debería de una vez servir para cuestionar una alianza que ata de pies y manos la diplomacia europea?
Europa es un anciano que cree aún poder regular los designios del mundo, mientras sus más cercanos –de Estados Unidos a los mercados financieros y los fondos de inversión– van repartiéndose la pequeña fortuna de la que dispone gracias a las rentas de un pasado cuestionable. Mientras, en el mundo, las cosas cambian. Llevan haciéndolo dos décadas, y de qué manera, en América Latina, para desespero de la rencarnación de Hernán Cortés que dirige la diplomacia europea, Josep Borrell. Y parece que empiezan a hacerlo en África, de la mano de una triple combinación: un reajuste geopolítico –la irrupción de China como actor internacional de primer orden–, nuevas generaciones de mandatarios continentales y revalorización de las materias primas como fundamento real de la economía productiva.
También hay una nueva generación de pensadores africanos que pone palabras al proceso. Estamos en el contextode una África que, por el doble efecto de una élite cada vez más desacomplejada y una población cada día más exigente, trata de salir más airosa del juego de las relaciones internacionales
, señala Bakary Sambe, director del Timbuktu Institute, algo que Europa no sabe encajar, lo cual refleja, en primer lugar, su percepción de una África incapaz de valorar de manera autónoma los acontecimientos mundiales
, añade el politólogo beninés Gilles Yabi, ambos citados por Anne-Cécile Robert en Le Monde Diplomatique.
Tampoco conviene llamarse a engaño. Este cambio en África no viene siempre de la mano de una emancipación popular. De igual manera, China no actúa poraltruismo. África continúa siendo potencial víctima de una nueva ronda neocolonial –ya sea a manos occidentales u orientales– que tiene que ver con la extracción de materias primas y la externalización de los costos medioambientales que las naciones desarrolladas prefieren omitir, pero ha visto –y está aprovechando– la ocasión de sacudirse el yugo de ese anciano europeo que, con un monóculo en la mano, cree aún poder diseñar el futuro con escuadra y cartabón desde una sala de conferencias de Berlín.