¡Saludos y salud, inolvidable Lupe Sino!, aunque la adversidad te persiga
adre Patria sólo hay una, así que no ha tenido inconveniente, amorosa como es, de acoger en su pecho a cuanto hijo saqueador latinoamericano le solicita asilo, comprensión y consuelo. Sus motivos tendrá, tal vez apremiada por su perverso amigo estadunidense, inclinado a salvar al mundo con una torpeza conmovedora, más si se trata de leales colaboradores a sus intereses, sean ex presidentes, ex secretarios o ex gobernadores mediante juececitos amparadores, que lo mismo suspenden el funcionamiento de plazas de toros mal aprovechadas que descongelan jugosas cuentas bancarias de esposas y cómplices de delincuentes juzgados, no aquí, sino en la tierra del citado amigo perverso. Justicia payasa, pues.
Ante tanta impostura, mejor recordar a seres humanos que supieron apostar por la vida y el amor, indiferentes a la mediocridad que los acosó, como por ejemplo la calumniada y malmirada Antonia Bronchalo Lopesino, conocida en el medio artístico español como Lupe Sino (Sayatón, Zaragoza, 6 de marzo de 1917-Madrid, 13 de septiembre de 1959), una esbelta mujer de tez morena clara, ojos verdes, pómulos de ensueño, melena oscura y ondulada y una sonrisa para estremecer planetas, que a los 26 años cometió la temeridad de encontrar, admirar y amar a Manuel Rodríguez Manolete, y ambos el pecado de enamorarse.
Fueron sólo cuatro años de apasionada −para ellos− y escandalizante −para los demás− relación sentimental, en los que la pareja tuvo la valentía de ignorar críticas y maledicencias de parientes, taurinos y clerigalla y darle sentido a su amorosa libertad, que de algo debía servir ser el llenaplazas de la época, ídolo de multitudes y pararrayos de una dictadura. Familiares y miembros de la cuadrilla del torero a sus espaldas aludían a Antonia como la bicha, culebra o víbora.
Buena parte de la crítica taurina de allá y de aquí se empeñaba en convertir al entregado −en el ruedo y en la cama− Manolo en referente de virtudes cristianas y ejemplo de castidad, por lo que se propagó la versión de que en su lecho de muerte, con un crucifijo entre las manos colocado por Álvaro Domecq y Díez, invocó a su madre y no la presencia de Lupe, que permanecía en el cuarto contiguo.
En una de las crueldades más refinadas, el apoderado José Flores Camará y el citado Domecq impidieron a la pareja del torero pasar a verlo cuando agonizaba, no por la cornada de Islero, sino por los oficios del médico de Las Ventas, Luis Jiménez Guinea, empeñado en aplicarle un plasma caduco, utilizado 10 días antes en una explosión en Cádiz. Si le ponen ese plasma, se lo cargan
, advirtió el doctor Fernando Garrido Arboleda, quien había operado a Manolo con éxito. Y se lo cargaron.
Devastada, sola y relegada, Lupe atendió entonces al llamado de su paisano Manuel Morayta, radicado en México, y en 1950 tuvo un papel secundario en Un corazón en el ruedo o La dama torera. Un próspero empresario de bienes raíces, José Rodríguez Aguado −nada de Manuel como inventó una prensa insidiosa en España−, le propuso matrimonio y se casaron… para divorciarse al año siguiente y regresar ella a Madrid, donde falleció a los 42 años en su piso del paseo Rosales a causa de un derrame cerebral.
Por si faltara, el mal fario continuaría sobre Lupe y a Manolo cuando en 2006 el holandés Menno Meyjes realizó en España una fallida película sobre ambos, con un reparto lamentable y plagada de inexactitudes, que por diversos líos sólo pudo estrenarse seis años después sin éxito. Mi gloria es humo, no ves que brillando me consumo
, escribió José Rosas Moreno, si bien la humanidad se consume glorificando.