n medio de las tensiones vividas en Brasil y frente a la expectativa sobre cómo Luiz Inácio Lula da Silva podrá reconstruir mi pobre país luego del legado dejado por el ultraderechista Jair Bolsonaro, el peor y más abyecto presidente de nuestra historia, a veces dejo a un lado, aunque por breves momentos, lo que ocurre en las demás comarcas de nuestra América.
Al volver los ojos hacia nuestro alrededor, me doy cuenta de que sobran razones para tener esperanzas, pero también para las preocupaciones.
Y confirmo una vez más que me hace sangrar el alma lo que ocurre en la pequeña y hermosa Nicaragua, víctima cotidiana de una traición con pocos antecedentes en éstas nuestras tantas veces traicionadas tierras.
Un breve recurrido por las últimas hazañas
de Daniel Ortega muestra actos que harían que próceres del horror como los generales Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla se ahogaran en olas de la más pura envidia.
Hay que reconocer tanto en Ortega como en su señora esposa, Rosario Murillo, una sutileza que les faltó a los otros dos.
No hubo en Nicaragua, al menos hasta ahora, miles de asesinatos, secuestros, violaciones, desapariciones
y torturas como en la Argentina de Videla y sus secuaces y en el Chile de Pinochet.
Pero ahora mismo fueron expulsados de la nación centroamericana, en un primer momento, 94 nicaragüenses y hace pocos días, otros 222.
Con detalles sutiles, todos sus bienes en Nicaragua fueron incautados, de inmuebles a muebles, de cuentas bancarias a sus pensiones ganadas por jubilación; es como si dejaran de existir y no tuviesen herederos.
Hay, entre las víctimas de la nueva crueldad de la pareja maldita, gente que conozco y entre ellos al menos un buen amigo, el escritor Sergio Ramírez, quien ya estaba exiliado.
Con él tenemos divergencias sobre un robusto puñado de temas, pero nada, absolutamente nada, que nos aleje. Y me atrevo a decir que imagino –apenas imagino– lo que significará para Sergio y su compañera Tulita perder la casa y, más aún, los libros, los cuadros, el registro de parte sustancial de la memoria de toda su vida.
Recuerdo a Gioconda Belli. La vi por primera vez en Madrid, en 1979, en un congreso del Partido Socialista Obrero Español, el PSOE de Felipe González. Era una hermosa joven ataviada con su uniforme sandinista y nos sorprendió con la mezcla de suave dulzura en la mirada y la contundencia de sus palabras en defensa de la revolución que recién había triunfado.
Pues ahora, al ser expulsada de su patria y perder la nacionalidad, respondió con su mejor arma, la poesía. En un verso lo dice todo: Cuánto más Nicaragua me quitan, más Nicaragua tengo
.
También entre los desterrados hay figuras históricas –y heroicas– de la saga que liberó a Nicaragua del yugo de los Somoza en el poder, y robando por doquier desde el primero de la estirpe, el patriarca Anastasio, quien usurpó la nación en 1937.
El obispo Silvio Báez, por ejemplo, dejó, acorde con la pareja Daniel-Rosario, de ser nicaragüense y lo mismo ocurrió con otro sacerdote, Edwin Roman, quien –amarga ironía– es sobrino de Augusto César Sandino, el mártir de la libertad que le dio nombre al frente revolucionario que liberó Nicaragua de décadas de infame usurpación.
Sí, repetir nombres y denunciar lo que ocurre en Nicaragua jamás será mera reiteración. Me asombra y me indigna leer y releer nombres como Luis Carrión y Moisés Hassan, Víctor Hugo Tinoco y Dora Téllez, entre las víctimas de la barbarie que los privó de la nacionalidad y de todo lo demás, excepto de lo que más les falta a Daniel y Rosario: dignidad e integridad.
Uno de los castigados, el obispo Rolando Álvarez, se negó a embarcar rumbo a Estados Unidos junto a los demás. Resultado: condenado a 26 años de prisión; fue llevado a la Cárcel Modelo, conocida como El Infiernito.
Recuerdo haber leído en las páginas de La Jornada un texto de Carlos Martínez García, en el que menciona algo escrito por el maestro José Emilio Pacheco: Ya somos todo aquello contra lo cual luchamos a los 20 años
.
Daniel Ortega comenzó a luchar contra la dictadura de Somoza mucho antes de cumplir 20 años. Por eso, su traición es más honda e inmunda.
Entre sus víctimas hay una eterna muchacha con quien estuve a lo sumo un par de veces en la vida, una heroína llamada Dora María Téllez.
En una entrevista a la siempre certera Blanche Petrich, publicada el pasado 17 de febrero también en La Jornada, Dora María va directo al blanco: dice que “el ‘Orteguismo’ fue un parásito plantado en el Frente Sandinista, y que terminó por devorarlo”.
La verdad es que Daniel Ortega, otrora uno de los héroes de la liberación de su país del yugo de los Somoza, ahora podría llamarse Daniel Somoza, y es tan repulsivo como sus antecesores en la asquerosa dinastía.
Y su señora esposa es la cómplice voraz en ese vuelo hacia la más inmunda de las mareas de puro excremento que los cubrirá para siempre.