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La democracia en juego
E

lecciones habrá, dijo el perspicaz periodista Francisco Báez en Crónica, pero no se arriesgó a hacer la taxonomía de esa probable elección. De cualquier forma, habida cuenta de las varias opciones que tiene frente a sí la malhadada reforma electoral del gobierno, se puede vaticinar que esa contienda no podrá ser como las que han marcado nuestra muy breve historia electoral.

En México se han celebrado elecciones por años, lustros, siglos, como magistralmente lo registra el historiador Javier García Diego, pero nunca las hubo en condiciones de efectivo y creíble pluralismo; efectivo por su desempeño antes, durante y después de ejercer el voto, y creíble porque una vez superadas las impugnaciones y protestas que suelen acompañar estos procesos los contendientes aceptan sus resultados.

Tal es la marcha de la democracia representativa que, con todo y sus deficiencias e ineficiencias, es el funcionamiento que ha regido nuestros comicios desde 1994 y cuyos resultados, en opinión de no pocos estudiosos de la política y la democracia, deberían ser argumentos prima facie en favor del sistema político que ha hecho posibles tales logros.

Puede decirse fácil y hasta olvidarse, pero el proceso formalmente comenzó en 1977, con la reforma promovida por el presidente López Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, se desplegó desde una estructura de poder articulada por un edificio corporativo, que muchos veían como milagroso y desde luego inconmovible. Sin embargo, desde entonces las cosas de la política y del poder empezaron a moverse en un sentido diferente, hasta opuesto, al que se creía, y quería, normal e inevitable.

La democracia es muchas cosas, entre otras, toma forma, por así decir, en un enorme catálogo de procesos que se codifica en leyes y reglamentos, a cuyo respeto y observancia se comprometen los ciudadanos, en particular los partidos políticos.

Sin reglas ni procesos, no hay funcionamiento democrático, se imponen la simulación y el cinismo, y la vida política pierde sentido. Juego fútil y desfachatado que monopolizan los grupos poderosos de la política, la economía y los negocios.

Algo sabemos de todo esto quienes llegamos a la entronización del reformismo político electoral con rumbo a la cincuentena y más. Atestiguamos y sobrevivimos los vericuetos del corporativismo autoritario, sus momentos represivos como ocurrió con las huelgas proletarias de los años 50, sobre todo con el trágico desenlace del 68 y su secuela de insurgencia obrera democrática, urbana y popular, hasta los extremos sangrientos a que llevó la infame guerra sucia, protagonizada por los guerrilleros, pero más que nada por los denominados cuerpos especiales.

Elecciones habrá, podemos apostar con Báez, pero no serán como las que hemos conocido en estos lustros de reforma y aclimatación democrática. De nuevo se ha llamado a la rijosidad y a la desconfianza, acicateadas con lenguaje arbitrario y agresivo.

Inaudita, la catarata de invectivas presidenciales contra la Suprema Corte y su presidenta, jueces y funcionarios del Poder Judicial. Insólita, la personificación que el gobierno hace de sus decretados enemigos, a pesar de su más que reconocida integridad personal y política, como es el caso de José Woldenberg.

Nada de adversarios, parecen haber decretado Morena y sus personeros; los que no son nuestro reflejo son farsantes y traidores, descalificativos que el propio Presidente ha puesto en el orden del día de la sucesión presidencial y del Congreso. Es decir, de la conformación y transmisión del poder constitucional, con sus implicaciones económicas, comunitarias, territoriales e internacionales.

El juego iniciado es una ominosa marca. Señalar que las reglas democráticas, sus métodos, procesos y formas de ser están en peligro no es una hipérbole.

La apuesta hecha desde el poder, por una regresión política, por la degradación de nuestra convivencia político-social, lo es por una ausencia absoluta de responsabilidad republicana y disposición reflexiva. En esas estamos.