uchos citadinos sueñan con vivir en el campo, pero no soportan las condiciones más naturales de la vida campirana. Por ejemplo, que los gallos se despierten y entonen su quiquiriquí puede hacerlos perder el sentido común.
Después de un escandaloso y espeluznante proceso, la justicia se pronunció en favor del presunto culpable: un gallo. De haberse visto condenado, el criminal delincuente, en el mejor de los casos, corría el riesgo de sufrir el exilio, y, en el peor, la irremediable pena de muerte.
La actitud, a lo largo del proceso, de este ser emergido de los infiernos para torturar a los seres humanos durante las horas que deberían consagrarse al reparador sueño, fue siempre la de una parsimoniosa distancia hacia sus acusadores y una olímpica majestad realzada por el plumaje que lo coronaba. Inmutable, no desvió de un ápice su conducta, indiferente a insultos, denuncias e incriminaciones. Al contrario, persistió en su comportamiento como si su actuación fuese una respetable costumbre atávica a su estirpe. Los acusadores presentaron en su contra los testimonios de agentes judiciales juramentados, los cuales pudieron constatar las horas precisas de la madrugada durante las cuales el energúmeno quebrantaba paz y orden sociales.
Las peripecias del proceso, difundido por los medios de comunicación, apasionaron a los franceses. El pleito jurídico empezó con la asignación en justicia de un vecino de la granja donde Saturnin, un hermoso gallo blanco con plumas negras en la cola, daba vuelo a su canto en la madrugada, antes del nacimiento de la luz y sus primeros fulgores. No se equivoca Hölderlin cuando dice: Delante de la luz cantan los pájaros
, en su verso celebratorio de la inauguración del día. Y no en vano, el gallo lleva el nombre de Saturnin, derivación directa del nombre del dios grecorromano Saturno-Cronos, alusión clara a las fiestas saturnales, durante las cuales desaparecen las barreras sociales y reina la orgía.
El entusiasmo báquico de Saturnin por su propio quiquiriquí, reiterado varias veces durante esas horas, molestó a un recién llegado a la aldea de Villalbe, en la comuna de Carcassonne. Este nuevo vecino, sin duda uno de esos citadinos con inclinaciones ecológicas que blanden como bandera de guerra, debe haber tomado la valerosa decisión de dejar la ciudad para instalarse en un ambiente campirano donde podría gozar del silencio y la tranquilidad. Su imaginación no iba más lejos. Pero el canto del gallo (los gallos franceses cantan cocoricó y los mexicanos quiquiriquí, simple cuestión de lenguas) hacia las cuatro de la madrugada, hora del despertar de campesinos, hora de profundo sueño para los citadinos, le impidió seguir dormido. Como los quiquiriquíes se repetían cada madrugada, y los dueños de Saturnin no embozaban el pico del gallo, el cansado vecino decidió levantar una queja para solicitar la mudanza o la muerte del pajarraco y una estimable indemnización a causa de sus insomnios.
Los granjeros dueños de Saturnin decidieron defender a Saturnin y recolectaron tres mil firmas de otros vecinos en favor del gallináceo. Al fin, la justicia se declaró por los quiquiriquíes, pues sólo un vecino se decía molesto.
Ya otras dos quejas contra los quiquiriquíes se habían resuelto en favor de las aves tenoras. Un solo gallo fue condenado a dejar una escuela donde los alumnos, dirigidos por el profesor, observaban las aves. El pájaro fue mudado a otro lugar, pero el maestro ha decidido remplazarlo para educación de sus alumnos.
Ante la avalancha de maniáticos quejosos, fue votada una ley en enero de 2021 para proteger sonidos y olores característicos de los espacios naturales. Sonido de campanas, cantos de gallos, ranas o cigarras, graznidos de patos, así como efluvios de estiércol o establos han entrado en el código del medio ambiente.
Pero los quejumbroso no faltan en Francia y ahora un tipo se queja de los olores de crepas que salen de una crepería.