o se requiere ser espeleólogo para advertir el estado ruinoso que guarda nuestra socioeconomía. Por más jaculatorias que emitamos, las estimaciones del Coneval se acercan a lo contundente: no sólo somos un país con millones de pobres, sino una sociedad empobrecida.
Los vectores de estos nefastos procesos han salido a la superficie con el tremendo shock de la pandemia y el obligado freno a buena parte de la actividad productiva, pero muchos de ellos ya estaban aquí, afluentes de una economía con magro o nulo crecimiento, una inversión apenas por encima del mínimo vital y unas capacidades institucionales mínimas para la protección social, reducidas por la mal llamada austeridad fiscal y la renuencia militante tanto de los ricos a contribuir al bien común como del Estado mismo a cumplir sus funciones recaudatorias en función de un proyecto nacional.
No éramos así, pero nadie nos obligó a convertirnos en esto. Nuestras élites se entregaron a la construcción de la democracia que millones reclamamos por lo menos desde el 68, pero pospusieron la reflexión sobre nuestra estructura social. Deliberación que debería haber sido vista como asignatura obligada para darle sentido a la encomienda democrática.
No lo fue, incluso llegó a vérsele como un estorbo
para la construcción en marcha. Se nos dijo y nos dijimos: la democracia no resuelve la cuestión social, en nuestro caso abrumada por la pobreza masiva y la desi-gualdad aguda e inconmovible, ni puede hacerse cargo de los problemas de la economía y su desempeño.
Así llegamos a las alternancias sin contenido ni adjetivos, hasta configurar la maltrecha formación social de un capitalismo abierto al mundo, pero cerrado a sí mismo; una república con muy poca cohesión social, una sociedad poco dispuesta a escuchar, a dialogar y a la reconsideración política, claves fundamentales de todo proceso democrático.
Las inauditas acciones y reacciones del gobierno y su dirigente, el Presidente de la República, han ahondado nuestra nefasta circunstancia que, a cada esquina, advierte su presencia corrosiva a través de una violencia criminal enorme y siempre cargada de las peores complicidades desde el poder y sus cercanías.
Es por esto y más que tenemos que defender nuestra democracia, para que, a partir de su protección elemental, se pueda mejorar y corregir, pero en tiempo y forma como nos han enseñado a decir nuestros constitucionalistas. La democracia tiene que recuperar aquellos sentimientos morales que permitían hablar de una revolución justiciera, dispuesta a asumir el mandato histórico constitucional.
No hubo la prudencia debida y al final de la fase de las alternancias se propició una cascada de reformismo anticonstitucional que, al final de cuentas, fue vista como una simulación inadmisible. Fue, en esta epifanía un tanto grotesca, que empezó a tejerse el nuevo reclamo democrático con justicia social y honestidad estatal, como premisas de cambio.
La estrategia se equivocó; el rumbo se perdió. Haber confundido mensaje con pendencia, persuasión con diatriba, es el pecado cometido por el presidente López Obrador. Los resultados están a la vista: un pedregoso camino configurado con desconfianza y recelo, instalados ahora en la plaza pública y, al parecer, sin atajo para salirles al paso en la vital tarea de reconstrucción nacional a la que tendremos que abocarnos pronto.
El daño se ha consumado y, por lo pronto, nos queda marchar, demostrar(nos) una efectiva vocación de respeto al derecho y de compromiso con una justicia que no deje a nadie atrás. Vocación y compromiso imprescindibles prendas de la democracia, sin las que se vacía de contenido y sentido histórico.
Convertir el reclamo en un estado de ánimo de cooperación y entendimiento es tarea obligada. Responsabilidad que distinguirá las encomiendas y dará a los proyectos su auténtico lugar en la historia.