Editorial
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Ucrania: un año de muerte y mentiras
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l primer aniversario de la invasión rusa a Ucrania se cumple en medio de una escalada armamentista y declarativa que aleja las esperanzas de una salida negociada y, por el contrario, aviva los temores de una ampliación catastrófica del conflicto. La visita sorpresa del presidente Joe Biden a Kiev sirvió para reafirmar la obstinación de Washington y sus aliados en alargar y recrudecer la guerra, postura patente en el incesante flujo de arsenales occidentales a Ucrania, así como en la entrega de armas cada día más sofisticadas y de mayores prestaciones ofensivas. Del lado ruso, el presidente Vladimir Putin aprovechó su informe de gobierno ante el Parlamento para amenazar con nuevos avances sobre el territorio de su vecino, además de anunciar que Rusia suspende temporalmente su participación en el tratado START-III, el último convenio de limitación de armamento nuclear ofensivo vigente con Estados Unidos. Esta medida suscitó una fuerte condena de la comunidad internacional, si bien debe acotarse que en los hechos START-III ya se encontraba paralizado por el bloqueo de las inspecciones mutuas, fundamentales para garantizar su cumplimiento.

En esta sombría conmemoración debe lamentarse, en primer lugar, el incuantificable sufrimiento de las poblaciones civiles de uno y otro bando. Aunque no hay cifras confiables sobre las muertes, en noviembre pasado el Estado Mayor Conjunto de Washington las estimaba en 40 mil del lado ucranio, a las que se suma una cantidad indeterminada de heridos, más de 6 millones de refugiados y 5 mi-llones de desplazados internos. En cuanto a los combatientes, las bajas son sistemáticamente distorsionadas por la propaganda, pero es razonable suponer que se encuentran en la escala de decenas o centenas de miles de fallecidos y heridos. Igualmente atroces han sido la destrucción material y el despilfarro de recursos que pudieron usarse para atender las necesidades de las mayorías en esa región.

Paralelas a las balas, vuelan las mentiras y la desinformación. De una parte, se insiste en denominar operación militar especial a la invasión y en estigmatizar a la totalidad de los soldados ucranios como neonazis. De otra, en todo Occidente, se ha revivido la histeria rusófoba que se remonta a la guerra de Crimea a mediados del siglo XIX y que fue la ideología oficial del bloque del Oeste durante toda la denominada guerra fría; odio caracterizado por la falacia de que Rusia es una amenaza a la propia civilización, de la mano de un anticomunismo tan fanático como anacrónico, puesto que el gobierno de Putin sigue los dogmas del mercado con el mismo apego que sus rivales geopolíticos.

Ante este cruce de bulos, es obligado recordar que la agresión contra Ucrania es injustificable, pero no se produjo por un acto arbitrario del Kremlin ni por un delirio personal del líder ruso, sino que detrás de ella hay una larga historia de tensiones cuyos actos más recientes son el golpe de Estado instigado por Occidente en Ucrania en 2014, el hostigamiento de Kiev contra los ciudadanos ucranios de ascendencia y cultura rusa en la región del Donbás, y las provocaciones para integrar a esta nación a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), incorporación que implicaría ubicar los misiles y las tropas del pacto antirruso a un paso de Moscú.

Las perspectivas son, pues, ominosas. El creciente y preocupante involucramiento de las potencias occidentales en el conflicto nos pone ante la horrorosa posibilidad de una confrontación directa entre ejércitos dotados de capacidad nuclear, un panorama indeseable para todos los participantes en la guerra y para el conjunto de la humanidad. Por ello, es imperativo insistir en que la única vía sensata y realista es la que pasa por la mesa de negociaciones, tal como han planteado México, Brasil y China. Las iniciativas que, como la mexicana, buscan generar nuevos mecanismos para el diálogo y crear espacios complementarios para la mediación que fomenten la confianza, reduzcan las tensiones y abran el camino hacia una paz verdadera deben ser oídas por Moscú, Kiev, Washington y Bruselas, todos los cuales han de hacer conciencia de que un empeoramiento de la contienda pondría en grave peligro a sus propios ciudadanos y territorios. Esto vale incluso para Ucrania, que hasta ahora ha mantenido el campo de batalla confinado en su flanco sudoriental, pero no tiene garantías de preservar tal situación si se empeña en el camino de las armas.