La genealogía de la democracia trazada por las y los intelectuales del régimen neoliberal está plagada de referencias al año 1968. Se trató de una narrativa que colocó en primer lugar el accionar de las clases medias, particularmente estudiantiles y después aquellas que promovieron la “sociedad civil” de corte empresarial. Así, encontramos que la democratización del país avanzó privilegiadamente sobre las grandes avenidas citadinas, configurándose como una herencia propia de los sectores ilustrados, intelectuales y alejados de las organizaciones corporativas. Frente a ello, sostenemos la hipótesis de que el impulso igualitario y democratizador del que hoy podemos gozar tuvo un afluente significativo en la acción social de la sociedad rural y que, si no se vuelve sobre ella, el relato democrático será permanente capturado por las visiones que colocan a la clase media (más allá de la propia dificultad de su definición) como el único corazón de este proceso.
Frente a la osificación institucionalizada por el neoliberalismo del mito del 68 como el gran momento en donde los expertos, las clases pensantes y en general los intelectuales rompieron con el régimen político autoritario, queremos hacer llamar la atención del intenso ciclo de movilización que las y los campesinos mexicanos vivieron entre 1959 y 1965. Las clases trabajadoras de la ciudad del campo dieron la primera campanada con la gran rebelión contra las formas despóticas y autoritarias. Si bien el contenido de los grandes movimientos obreros fueron las demandas económicas, pronto se transitó a un cuestionamiento de los formatos de mediación entre el Estado y la sociedad. Fue en ese segundo momento donde se generó una gran ruptura que el Estado mexicano de mediados de siglo fue incapaz de proceso proactivamente. La represión, la falta de libertades, el autoritarismo se convirtieron en sellos de época. Tras la derrota proletaria de 1959 encontramos que los habitantes del heterogéneo espacio rural mexicano impulsaron –de manera fragmentaria, dispersa, inconexa– las acciones más significativas de la democratización de la sociedad.
El repaso sobre los conflictos agrarios de esa época nos deja la imagen de un volcán a punto de la erupción, con antagonismos de todos los tamaños e intensidades, cuyo sujeto encarnó en un heterogéneo conjunto social en busca de libertad, democracia y sustento. Una mirada más atenta, podrá entrever que los grandes motivos de lo que asumimos como la democracia se encuentran ya en juego en esas luchas.
Los campesinos mexicanos, inventando el futuro, lanzaron con su movilización los elementos fundamentales de la lucha política que vendría en las siguientes décadas. A su modo, con sus señas de identidad, sus capacidades y sus limitaciones, abrevaron de un repertorio de movilización, según el tiempo y el espacio, combinando múltiples formas de lucha, avanzando y retrocediendo. Así, los encontramos protagonizando un ecologismo de los pobres, por ejemplo, en el reclamo sobre la contaminación que en la frontera norteamericana se producía afectando a la población de Mexicali. De igual forma, los campesinos mexicanos fueron los primeros en lanzarse contra la corrupción y en favor de la transparencia (cuando en el liberalismo estás eran ideas extrañas), al enfrentar la selectiva otorgación de tierras y créditos que el gobierno emprendía hacia sus organizaciones incondicionales, siendo el caso de La Laguna un ejemplo recurrente de este tipo de reclamos. También, fueron proactivos en la lucha por la libertad, al demandar justicia ante los asesinados por la policía o las guardias blancas de los neo-latifundistas; así como la demanda de la liberación de sus líderes, que un día si y otro también eran apresados, como en los insignes casos de Jacinto López y Ramón Danzós Palomino. Finalmente, protagonizaron sendos frentes para disputar elecciones locales en Baja California, Guerrero y otros estados. Este conjunto de acontecimientos no son solo un anecdotario de luchas dispersas, son también la constatación del espíritu libertario y democratizante de quienes, al decir de John Berger, pueden soportar la pobreza, pero no la injusticia.
El periodo del que hablamos incorpora no sólo la onda expansiva de la revolución cubana y la reivindicación de cierto campesinismo en la teoría marxista (con Mao-Tse Tung, Frantz Fanon o el Che Guevara), sino un conjunto de procesos organizativos que nacían o cierran. Algunos de los más destacados son la creación del Movimiento de Liberación Nacional cuya vena principal se encontró en la idea de reavivar la reforma agraria; del lado contrario se encuentra el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia en Xochicalco. El conjunto de contradicciones y agitación en busca de democracia dieron nacimiento a la Central Campesina Independiente –de la que se cumplen ya 60 años– como una de las primeras organizaciones, que, durante un breve lapso, lograron escapar del corporativismo autoritario; posteriormente esa impronta continuó en la formación del Frente Electoral del Pueblo en 1964.
Este panorama, que debe ser reconstruido en su especificidad y con un grado de detalle más preciso, ayuda a descentrar la mirada del exceso citadino y urbano, pero también de la centralidad de las clases medias. Todo ello para alertar sobre la existencia de una tendencia plebeya en la construcción de nuestras formas democráticas que han contribuido a una nueva transformación de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Sin el entorno rural, la democracia y la transformación sería sólo –tal como ocurre en el relato neoliberal– la pugna entre las elites para construir, diseñar y dirigir instituciones en las cuales se reparten fragmentos del poder. Antes bien, la presencia de ese sujeto en la historia de nuestra nación, es la que habilita la perspectiva plebeya, radical y realista de la construcción de la democracia. •