rimero que nada, agradecemos a la doctora Alma Delia Miranda, coordinadora de la Cátedra Extraordinaria José Saramago de la Facultad de Filosofía y Letras, por la invitación que hizo a tres periodistas de La Jornada (Pablo Espinosa, Hermann Bellinghausen y quien esto escribe) para participar en el libro conmemorativo con el que nuestra alma mater, la Universidad Nacional Autónoma de México, celebra el centenario del natalicio de José Saramago, un escritor excepcional que tanto amó a nuestro país.
Si bien cada una de las personas que admiran al Premio Nobel lusitano y que tuvieron la fortuna de conocerlo tendrán su propio significado de lo que es la saramagia, en el texto que se incluye en el libro cuento lo que fue para mí vivir como reportera la cobertura de varias visitas del autor a la Ciudad de México.
Mi jefe, Pablo Espinosa, me asignó la misión de seguir a Saramago en varias de sus actividades, en especial durante todo un día, cuando el escritor nos visitó en diciembre de 1999, hace exactamente 23 años.
Sin embargo, mi definición de saramagia se concretó algunos meses después, aquella tarde del 1º de marzo de 2001 en el Zócalo, cuando unas 4 mil personas se dieron cita en la Plaza de la Constitución, no para presenciar un mitin político ni tampoco un concierto de rock. Ahí se reunieron miles de jóvenes, en su mayoría sólo para escuchar a un hombre de 78 años hablar de literatura y sus certezas.
Ahí definí la saramagia como el poder que tuvo el autor de Ensayo sobre la lucidez para inspirar y sembrar ideas humanistas en quienes tuvieron oportunidad de escucharlo defender sus convicciones.
No sé si cada país donde admiran a don José tenga su saramagia distintiva, pero aquí en México, ésta proviene de los intensos momentos de comunión que el escritor vivió con sus lectores, al grado que él solía contar a sus amigos que las claves de su vida, para describirlas a detalle en una biografía, tendrían que ser cuando recibió el premio Nobel de Literatura, en 1998, y las muestras de fervor que su público mexicano le obsequió siempre.
Los detalles de aquella inolvidable tarde-noche de marzo de 2001 los pueden leer en el libro que precisamente tomó el nombre de mi texto, Saramagia, lo cual también agradezco a los editores.
Lo mejor de todo es que hace unos días, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, volví a presenciar la saramagia durante el homenaje que la feria organizó para celebrar el centenario de don José: Pilar del Río, la novia eterna de nuestro amado escritor, nos recordó que las cenizas del Nobel reposan en Lisboa, bajo un olivo que fue traído de su tierra natal Azinhaga y que ahí se lee un epitafio sacado de su libro Memorial del convento que dice: No subió a las estrellas porque pertenecía a la tierra
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Después de eso, Pilar le contó al público muchas historias acerca de lo que pensaba y creía Saramago; por ejemplo, que para él la democracia no era votar cada cuatro años y que no se vale delegar todo en personas que consideramos capacitadas para que nos gobiernen, es decir, que los ciudadanos tenemos que ser activos todos los días y que, por eso, los libros de Saramago reclaman la dignidad y reclaman el poder, pero el poder cívico, el poder de todos nosotros, simples mortales, que es lo que hace posible que tengamos buenos o malos gobiernos.
El público estaba hinoptizado escuchándola. Entonces, me pareció que era el mismísimo Saramago el que estaba hablando, porque en la mirada de Pilar había esa misma chispa que aparecía en los ojos de don José cuando le hablaba sobre todo a sus jóvenes lectores y les decía cosas como esto:
Nos han dicho que nos amemos los unos a los otros, pero no lo hemos hecho nunca. No se ha podido y no se podrá jamás. Pero si en lugar de eso nos hubieran dicho que lo esencial es que nos respetemos los unos a los otros, entonces, quizá alguna cosa habría podido cambiar en nuestra forma de vivir. La única victoria sustancial que necesitamos hoy para llegar a mañana es no resignarnos, y pensar que la prioridad absoluta, tanto de gobernantes como de ciudadanos, es el ser humano.
Cuando terminó de hablar Pilar del Río en la FIL, un muchacho que estaba entre el público seguía en trance y después dijo: ¡Ella es genial!
Luego pensé en el olivo en el que ahora se ha convertido Saramago y cuando busqué qué simboliza ese árbol me emocioné y sorprendí, porque los olivos representan la longevidad e inmortalidad, ya que pueden vivir más de 2 mil años; para algunos poetas y artistas también simbolizan la resistencia y la renovación, porque un olivo es capaz de soportar condiciones adversas. También simbolizan la prosperidad y la fertilidad por su abundancia de flores y frutos.
Pilar es el mayor de los frutos de ese enorme árbol, que además sigue sembrando semillas por doquier. Creo que todos los que hemos sido tocados por la literatura y las palabras de José Saramago somos parte de ese olivo que no deja de florecer. Esas abundantes ideas humanistas son ya inmortales.
Esa es y seguirá siendo por muchos siglos más nuestra saramagia.
Texto leído en la presentación del libro editado por la UNAM, el Instituto Camões y Grano de Sal.