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Emergencias superpuestas
E

ste año está por acabar. Ha estado colmado de situaciones de diversa naturaleza, con repercusiones de distinta magnitud y que se mantendrán por periodos indefinidos.

Apuntemos algunas de ellas sólo como un recordatorio mínimo: Las secuelas económicas y sociales de la pandemia. La guerra en Ucrania, con muchos muertos, destrucción social y material y hasta la abierta amenaza de ataques nucleares. El replanteamiento de la globalización productiva y financiera que habíamos conocido. El surgimiento de la inflación como fenómeno generalizado. Los relevantes cambios en la política monetaria liderados por la Reserva Federal, con la posibilidad de provocar una recesión general. El mantenimiento de la hegemonía del dólar y su significado. La desigualdad social sin contrapesos efectivos.

Está también la crisis financiera en China y el reciente fin de la política de covid cero impuesta por largo tiempo por un gobierno autoritario que ha tenido que cancelarla ante las grandes protestas de la población, abriendo un escenario sanitario y social impredecible.

Y no por señalarlo al final es menos relevante: la protesta enorme de las mujeres de Irán, apoyada de modo general contra un Poder Ejecutivo opresivo y criminal. Hay mucho más, por supuesto. Podríamos definir ésta como una era de emergencias superpuestas, que se entrelazan para caracterizar la situación prevaleciente e intentar atisbar los posibles desenlaces y sus consecuencias. Se impone un ejercicio de historia reciente.

Un aspecto de enorme relevancia tiene que ver con los liderazgos políticos existentes. No están a la altura de lo que ocurre. No hay perspectiva clara para establecer escenarios de gestión que alteren las condiciones tan dispares de la llamada pluri-crisis. Gobiernos, partidos políticos –de derecha o izquierda o centro–, activistas, instituciones de tipo regional o internacional, el poder del dinero y la especulación. Las cosas se mueven en áreas de riesgo y definiciones de poder lejos de lo que la gente necesita. El discurso de un cierto orden económico internacional, el replanteamiento de la producción como fuente de riqueza, las condiciones para potenciar realmente el bienestar de la gente no están articuladas.

Son cuestiones de primera importancia y no es posible ni responsable desatenderlas. Pero eso mismo no permite de modo alguno desplazar un fenómeno que, por su naturaleza y sus graves consecuencias, tiene una relevancia literalmente de supervivencia: el cambio climático. Este año fue pródigo en esta materia: incendios forestales de una enorme magnitud y devastación en las costas del Mediterráneo y también en la costa oeste de Estados Unidos; inundaciones coexistiendo con sequías de gran amplitud, escasez de alimentos, así como fuertes huracanes en el Caribe, Florida, y otras partes.

En este caso, la fragilidad del liderazgo político y las ansias de ganancia de sectores como el de la energía son factores sobresalientes. La revista The New Yorker ofrece en su número del 28 de noviembre un útil comentario de Elizabeth Kolbert que apela a esta limitación política y a las expectativas del capital.

El cambio climático pone en riesgo la vida de millones de personas y son necesarias acciones decisivas, el dilema es que no está claro quién exactamente lo hará. Se sabe desde finales del siglo 19 de las eras glaciales y del efecto de las emisiones de dióxido de carbono en el calentamiento de la atmósfera. Se estimaba entonces que la industrialización tardaría mucho tiempo en provocar una crisis del clima. Por supuesto, no ha sido así.

Hace 30 años en la reunión de Río de Janeiro se efectuó la Cumbre de la Tierra, ahí se convino en que era necesario un cambio radical en la gestión de emisiones de dióxido de carbono que rondaban en los 22 mil millones detoneladas por año y que habrían de reducirse a cero. Cómo ocurriría esto, nadie lo sabía. La Organización de Naciones Unidas creó la convención sobre Cambio Climático en la cual el entonces presidente Bush II declaró que el pesimismo al respecto era infundado. Para 2015, las emisiones habían crecido a 35 mil millones de toneladas por año. Se decidió, entonces que había que tomar las cosas con seriedad. Las emisiones han continuado en ascenso. En estas tres décadas, la humanidad ha añadido tanto dióxido de carbono a la atmósfera como en los anteriores 30 mil años.

Ha sido un verdadero entono de pura palabrería, como ocurrió de nuevo en la reciente reunión de Sharm el Sheikh, Egipto. Es notorio que las constantes declaraciones de la activista del clima Greta Thunberg han acabado, desafortunadamente, en palabras y más palabras.

Pequeñez del liderazgo político y contención del activismo social. El tiempo va en nuestra contra. No parece que nada virará radicalmente como se repite ad-nauseam y, sin embargo, todo va cambiando de manera precipitada con respecto al efecto destructivo del cambio climático. La capa de hielo de Groenlandia está a punto de colapsar y la derivada elevación del nivel del mar creará problemas en muchas partes.

El desarrollo del capitalismo y su dependencia sostenida en las energías fósiles, que algunos gobiernos siguen alentando, junto con los cabildeos multimillonarios de las petroleras, tiene hoy por hoy estancada cualquier acción decisiva a escala global. Se presenta la opción de la electricidad solar y por viento, cuya generación, distribución y costos se han modificado haciéndola mucho más atractiva.

Esa es hoy la opción preferida para usos muy diversos desde el consumo de los hogares, la operación industrial, los servicios y los medios de transporte. Seguiremos viendo con pasmo la incapacidad de movilizar en serio una política sobre el cambio ambiental y, mientras tanto, continuarán irremediablemente los desastres naturales y los percances sociales en medio de la creciente desigualdad. Es una irresponsabilidad mayúscula.