l presidente Andrés Manuel López Obrador anunció ayer la suspensión de la cumbre de la Alianza del Pacífico que tendría lugar este jueves y viernes, debido a que su homólogo peruano, Pedro Castillo –quien debe tomar el relevo del mandatario mexicano en la presidencia de ese foro regional–, no obtuvo el permiso del Congreso para salir del país. Para solventar este obstáculo se contempla realizar la cumbre, a la que también están invitados los mandatarios de Colombia y Chile, a comienzos de diciembre, en Lima.
La negativa de autorizar la asistencia de Castillo a este encuentro multilateral es el más reciente episodio del sabotaje sistemático emprendido por la oposición parlamentaria contra el Ejecutivo. Este boicot se inscribe en la prolongada crisis política peruana que se remonta a 2016, pero desde que el maestro rural llegó a la Casa de Pizarro, hace 15 meses se ha recrudecido con los tintes racistas, clasistas y de anticomunismo delirante que caracterizan a las derechas latinoamericanas ante cualquier gobierno con sentido popular. En el caso de la nación andina, dicha estrategia tiene como principal palanca los amplios poderes otorgados por la Constitución al Legislativo, que la oposición ha usado desde el primer día de la administración Castillo para intentar destituirlo (vacarlo
, en la jerga política peruana) e imponer un gobierno oligárquico, contrario al mandato emitido en las urnas el año pasado.
Este incesante golpeteo ha provocado una parálisis casi absoluta de las tareas gubernamentales y ha obligado al mandatario a desatender sus compromisos con la ciudadanía para dedicar sus mayores esfuerzos a evitar un golpe de Estado parlamentario y judicial.
De este modo, el empeño golpista multiplica las dificultades de las mayorías sociales golpeadas por la crisis económica, los remanentes de la emergencia sanitaria (debe recordarse que Perú es el país con más muertes per cápita a causa del covid-19) y un modelo depredador en el que las transnacionales obtienen fabulosas ganancias de la riqueza minera del país sin que ello se traduzca en beneficios para los trabajadores –78 por ciento de los cuales debe emplearse en la informalidad– ni en la reducción de la desigualdad.
Esta embestida, acompañada de la ya habitual histeria hacia el peligro comunista
, se mantiene imperturbable pese a las sucesivas concesiones de Castillo, como el abandono casi completo de su programa de gobierno original, el nombramiento de miembros de la derecha y la ultraderecha en varias carteras ministeriales o la sustitución de un ministro de Economía y Finanzas ya de por sí reformista y moderado por uno completamente apegado a la ortodoxia neoliberal.
Lo cierto es que el mandatario se encuentra en una posición de gran debilidad, carente de respaldo partidista desde que en junio la formación que lo llevó a la Presidencia lo invitó
a renunciar a su militancia, y prácticamente acorralado por una oligarquía que no está dispuesta a una sola concesión incluso cuando las condiciones de vida de millones de peruanos son ya intolerables. Todo ello augura un sombrío porvenir para un país que hace unos meses vio ante sí la esperanza de salir de décadas de neoliberalismo, gobiernos facciosos (si no plenamente mafiosos) y saqueo de sus recursos naturales.
El respaldo a la democracia en Perú, valga decir, el respaldo al mandato popular, pasa ahora por el apoyo al acosado presidente Castillo por parte de los gobiernos latinoamericanos. La ofensiva judicial, legislativa y mediática en su contra debe cesar. De otra manera, la nación andina no podrá transitar a la estabilidad política y a la gobernabilidad.