Hacer trabajo de campo en Tamaulipas
Hace un par de meses me invitaron a participar en una investigación sobre los hábitos de consumo de medios de comunicación en comunidades rurales. En dicho proyecto, que coordinó el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, se me ofreció trabajar en una comunidad de Tamaulipas. En un principio me enviaron a la comunidad de El Mante; sin embargo, las condiciones de seguridad no resultaron óptimas dado que, actualmente, cuatro cárteles disputan este territorio lo que ha provocado que existan más hechos violentos. Por esto, y después de hablar con los jefes del proyecto y explorar varias posibilidades, se decidió cambiarme de comunidad al ejido Higinio Tanguma, localizado sobre la carretera Costera del Golfo, a 20 minutos de la cabecera municipal de Aldama, donde tengo familia.
Si estaba temerosa al recordar las noticias sobre el estado de Tamaulipas y, sobre todo, las experiencias de mi padre en los ranchos del sur del estado (donde le tocó ver balaceras, personas armadas, desapariciones, asesinatos, secuestros, extorsión, entre otras experiencias de horror), la curiosidad y la aventura de conocer nuevos aires me ganó. Así, la emoción por ser parte de este proyecto surgió por varios motivos: en primer lugar, porque mi padre y mi abuelo trabajaron como carboneros en aquella tierra; en segundo, porque parte de mi familia vive allá y no la había visto desde hace tiempo; en tercero, porque como etnóloga representaba algo nuevo ya que, hasta entonces, había realizado trabajo de campo en comunidades indígenas y esa sería la primera vez que lo haría con población mestiza del noreste de México.
Ya en Aldama me presenté con el secretario municipal: le mostré la carta que nos dio el CIESAS y platicamos acerca de mi trabajo. Él firmó de recibido, le tomó una fotografía a la carta y me pasó el contacto de la delegada y el comisariado ejidal de Higinio Tanguma. Aunque ese mismo día busqué a la delegada no la encontré pues estaba acarreando agua desde la cabecera municipal; en cambio, me recibió su hija y fue así como realicé mis primeras entrevistas. Los suegros de la delegada me recibieron en el portal de su casa, donde se sentía el viento fresco. Les hablé acerca de mi trabajo y accedieron —al principio con una mirada de desconfianza pero, al pasar el rato, respondieron con soltura—; desde luego también se interesaron en saber quién era yo, de dónde venía y a que me dedicaba. Al terminar, ellos me sugirieron ir con sus vecinos, una pareja de adultos de aproximadamente 60 años. Los vecinos estaban tomando el fresco con sus hijos en su patio trasero; amables, me ofrecieron una silla y un vaso de refresco. Como la entrevista era un poco larga y debían darle de comer a sus animales, me pidieron regresar al día siguiente en el que, además, me invitarían de comer. Y así lo hice: regresé al otro día. Hice las entrevistas dentro de su casa y me compartieron filetes de pescado fresco que un chico había pasado a vender, así como un guisado de carne de puerco, al que hace unos días habían matado y cocinado, y el cual estaba delicioso. Les agradecí. Me despidieron con la invitación de volvernos a saludar y compartir el taco.
Por la tarde, pasé a ver a la delegada. También le comenté de mi trabajo y le mostré la carta de presentación que me daba el CIESAS. Ella, muy amable, me escuchó y atendió en la sala de su casa: me preguntó si venía sola y si no me daban chaleco y gafete que representara mi trabajo. Respondí que no, que solo nos daban la carta firmada por los responsables; entonces, me dijo: “no te quiero asustar, pero aquí hay una persona que vigila, no te hará nada, pero sí estará atenta a tu trabajo”. A las personas que vigilan se les conoce como guardias o halcones y están por todos lados, vigilan las entradas y salidas de todas las comunidades —uno de mis familiares me dijo que si ya me había presentado en la presidencia municipal lo más probable es que ellos ya supieran de mí—. En cuanto regresé a casa les envié un mensaje de voz a mis jefes, compartiéndoles las palabras de la delegada; ante esto, mi coordinadora me sugirió descargar una aplicación para rastrear mi ubicación y, además, ante cualquier alarma, salir inmediatamente de la comunidad.
Al otro día continué con las entrevistas. En un inicio, yo caminaba con temor por las calles del ejido y tenía miedo de ser interceptada; por lo mismo, solo capturé una que otra fotografía de las calles o de las casas de techo de palma que llamaban mi atención. No obstante, poco a poco fui ganando confianza en mis pasos gracias a que los entrevistados fueron muy amables, accesibles, nobles y hospitalarios… Siempre me brindaron un taco, un refresco o un vaso de agua. Además de la información sobre el consumo de medios de comunicación, obtuve conversaciones amenas sobre la vida en el campo, la historia del ejido y la problemática de la sequía. Vi a niños jugando a ser vaqueros. A pesar de que durante las charlas no tocaba el tema de la inseguridad, este salía por inercia: me comentaron que hace algunos años “los mañosos” —como llaman a los delincuentes— estuvieron en el ejido, que cada vez que pasaban las camionetas repletas de gente armada ellos debían esconderse y solo ver por la ventana, y, también, las historias de familiares suyos que fueron levantados y a los que no volvieron a ver. Uno de los entrevistados mencionó: “era peor que la pandemia, tuve que dejar de ir a mi parcela porque ahí estaban ellos”.
Hoy en día se respira cierta tranquilidad, ya no es común ver camionetas con hombres armados y los guardias se mantienen discretos —por fortuna, nunca me topé con uno—. Realicé mi trabajo de campo sin contratiempos y disfruté al máximo esta tierra tan hermosa con ríos de agua cristalina, cenotes impresionantes y playas vírgenes. Lo que más me asombró fue la gente ya que, a pesar de tener esas heridas e historia social, mantiene su hospitalidad, apertura y ayuda al prójimo. •