Es necesario hacer una declaratoria de Estado de Cosas Inconstitucional por las graves violaciones a los derechos humanos provocadas por la minería y la Ley Minera
A partir de los años ochenta del siglo pasado, la Constitución Mexicana de 1917 comenzó a ser afectada de manera progresiva por un proceso de vaciamiento de su sentido original. Algunos de sus postulados clave en materia social, y de las herramientas legales que habían sido diseñadas para garantizar la protección de derechos y el cuidado de los bienes comunes, fueron modificadas -o tergiversadas- por leyes secundarias. Esto último tiene un nombre en el debate teórico constitucional: se denomina proceso de-constituyente.
Como se sabe, el contenido original de la Constitución Mexicana fue producto de un conjunto de acuerdos entre actores políticos relevantes que participaron en el movimiento revolucionario de 1910. La Constitución propuso un nuevo gran pacto político y económico, muy complejo, en ocasiones contradictorio, pero que buscó robustecer al Estado para que fuera capaz de intervenir en la economía, e incluso en algunas de las más importantes relaciones entre particulares. Por ejemplo, el artículo 123 fue una propuesta jurídica pionera para combatir las relaciones de desigualdad y explotación existentes durante todo el siglo XIX entre la clase patronal y la clase trabajadora. Asimismo, el concepto de propiedad (y las modalidades de propiedad derivadas) establecido en el artículo 27 fue también una propuesta precursora con la que se buscó limitar el acaparamiento de tierras, aguas y bosques en manos de las élites porfiristas, a la vez que impulsar una redistribución equitativa de algunos bienes comunes nacionales relevantes para la supervivencia de las familias y comunidades (tierras, agua, bosques).
Sin embargo, al inicio de la década de los ochenta del siglo pasado, se consolidó una alianza entre elites empresariales y gubernamentales para desmontar al Estado social y relanzar los principios del Estado liberal del siglo XIX, aunque en nueva versión recargada. Para ello, se diseñó de manera estratégica un paquete normativo con base en el cual se emprendieron intervenciones radicales en distintas áreas medulares de la economía. Se volvieron a flexibilizar las relaciones laborales, se buscó volver a impulsar el mercado de las tierras, se abrieron las puertas para facilitar la participación de empresas privadas en la gestión y distribución del agua, se promovió el acceso a los minerales, se impulsó la generación de electricidad por empresas transnacionales y un largo etcétera.
Por lo que se refiere al subsuelo y sus commodities, la Ley minera de 1992 (creada en el apogeo del gobierno de Salinas de Gortari, en articulación con una contra reforma agraria) se convirtió en la herramienta jurídica clave para incentivar las inversiones de capital transnacional interesadas en explotar el subsuelo mexicano como gran oportunidad de negocio. La estrategia funcionó. En pocos años las solicitudes de concesión minera (sobre todo canadienses) se multiplicaron de forma exponencial. Hoy sabemos que 17 millones de hectáreas del territorio nacional están concesionadas a las mineras, en el marco de un proceso que podría calificarse como de-constituyente para el despojo.
Algunas de las claves del “éxito” de la Ley Minera se encuentran en los principios y figuras legales que se establecieron en ella. Por ejemplo, toda la minería es considerada como de utilidad pública (art. 6). Cuando se hace la pregunta ¿por qué un negocio privado multimillonario es considerado de utilidad pública? la respuesta se encuentra en la Ley de Expropiación. Toda aquella actividad que se encuadre dentro de este supuesto permite que el Estado expropie los terrenos que sean necesarios para llevarla a cabo. Además, la minería es considerada como actividad preferente sobre cualquier otro uso o aprovechamiento de los terrenos (art. 6). Eso significa que ninguna otra práctica humana, social o productiva puede competir con la explotación y beneficio de los minerales: ni la producción de alimentos, ni la protección del ambiente, ni la construcción de escuelas u hospitales pueden sobreponerse a este negocio extractivo (salvo la explotación de petróleo y la transmisión de energía). Siguiendo esa misma lógica, las concesiones mineras confieren derecho a aprovechar las aguas provenientes del laboreo y a obtener preferentemente concesión sobre las aguas para cualquier uso diferente al del laboreo; no es poca cosa si se toma en cuenta que una minera de oro de tamaño medio consume unos 100 litros de agua por segundo, es decir 8.640.000 litros al día. Además de ello, la Ley Minera permite la expedición de concesiones durante 50 años, renovables por otros 50. En pocas palabras ¡un siglo! de ocupación territorial garantizada.
La muy intensa actividad de las empresas mineras que el Estado promovió, ha provocado decenas de conflictos territoriales y medioambientales en todo el país. No se debe olvidar que la minería -sobre todo la que se practica a cielo abierto- no sólo afecta el territorio específico que interviene, sino que provoca daños graves a su alrededor que van más allá de la contaminación de los ríos y la destrucción de los bosques y montañas con explosivos. Al asentarse, las mineras construyen una relación de subordinación sobre los demás actores en el territorio (pueblos, comunidades municipios) y establecen un régimen de coacción organizado para la sustracción sistemática de riqueza (Garibay, 2009). Saben que para poder ocupar los territorios deben intervenir la organización política (incluso el tejido comunitario) de las poblaciones que son propietarias de los terrenos. Por lo tanto, su llegada puede compararse con la de un misil que impacta sin aviso y provoca en poco tiempo transformaciones radicales, la mayoría de las veces irreversibles, no solo del entorno ambiental sino de la organización comunitaria de ejidos y pueblos. Las ofertas de obra que realizan a las autoridades, la compra de conciencias, la amenaza a los liderazgos y un sinfín de estrategias de ocupación, suelen ser devastadoras para los habitantes originales de las tierras, quienes en poco tiempo ven trastornadas sus formas originales de vida.
Estos graves daños han estado siendo traducidos, durante años, por abogadas de comunidades y de organizaciones, al lenguaje de los derechos humanos. Hoy se cuentan por cientos las demandas presentadas ante tribunales a todo lo largo del país que ofrecen los más variados y contundentes argumentos sobre las violaciones graves a los derechos, y el preocupante papel que desempeña la Ley Minera en todo ello. Una y otra vez se insiste ante autoridades y jueces que las mineras (y la ley que les garantiza seguridad jurídica) provocan la violación del derecho a la vida, a la salud, a la alimentación, al trabajo, a la tierra, al agua, al territorio, a la libre determinación de los pueblos indígenas, así como a la consulta y el consentimiento previo, libre e informado. No es casual que en demandas presentadas por comunidades tanto de Puebla como Veracruz se ha insistido ante la Suprema Corte sobre la necesidad de declarar inconstitucionales algunos de los artículos de la ley minera (6º y 15 entre otros).
Los impactos de la minería, y de los procesos de violencia que la acompañan, resultan tan radicales en las comunidades que el año pasado académicas de la UNAM junto con sociedad civil documentaron la relación entre actividad minera en el país y desplazamiento forzado interno (Llano y Rojas, 2022, mx.boell.org/es/2022/04/07/es-la-actividad-minera-una-causante-del-desplazamiento-interno-forzado-en-mexico).
Si bien no solo se puede culpar a la minería de las decenas de secuestros, asesinatos, levantamientos, tortura y extorsiones que suceden a su alrededor, sí se le ha identificado como el actor principal que desata dichas violencias. Durante los pasados 10 años, las agresiones padecidas por personas defensoras ambientales han ido desde los 11 homicidios documentados hasta la desaparición forzada, privación ilegal de la libertad, criminalización y decenas de caos de amenazas. A ello hay que agregar la falta de acceso a la justicia que padecen los pueblos y comunidades, quienes durante las últimas décadas han recibido las respuestas más extravagantes desde el ámbito de la justicia que al parecer sólo es capaz de procesar estos conflictos a través del derecho a la consulta que -dicho sea de paso- en la mayoría de las ocasiones sólo ha servido para empantanar y confundir las exigencias de los movimientos.
Frente a esta situación grave y sistemática de violaciones, que parece responder a un patrón estructurado de relaciones, cabe preguntarse si no es el momento de plantear ante los tribunales la necesidad de que se declare un Estado de Cosas Inconstitucional (ECI) alrededor de la minería y la ley que la reglamenta.
El ECI es una figura jurídica a través de la cual se busca garantizar el cumplimiento de las obligaciones del Estado frente a situaciones de violación estructural de derechos. Se trata de un planteamiento pionero en América Latina, basado en otras experiencias del derecho comparado, en el que órganos del Poder Judicial han dictado sentencias para conminar a que las autoridades estatales, a través del desarrollo coordinado de políticas y modificación de normas, den respuesta situaciones de violación grave y masiva de derechos.
Ha sido la Corte Constitucional de Colombia quien más ha avanzado en el esfuerzo por identificar las condiciones y establecer los criterios a partir de los cuales sea factible declarar un ECI. Fue a través de la sentencia T 025 de 2004, en la que dicho tribunal sistematizó los criterios de forma clara. De acuerdo con lo establecido por la sentencia, las condiciones son las siguientes: a) que tenga lugar una vulneración masiva y generalizada de varios derechos humanos afectando a un número amplio de personas; b) que exista una prolongada omisión por parte de las autoridades en el cumplimiento de sus obligaciones para garantizar los derechos vulnerados; c) la no expedición de medidas legislativas, administrativas y presupuestales necesarias para evitar la vulneración de los derechos; d) en cuarto lugar, que exista un problema social cuya solución requiera la intervención conjunta de varias entidades para coordinar acciones, que además demanden un gasto presupuestal adicional al previsto y; e) en último lugar, que si todas las personas afectadas en sus derechos por la situación analizada, acudieran a las vías ordinarias de garantía, ello comprometerían la capacidad de resolución por parte de los órganos de justicia por la demanda excesiva de trabajo.
Si se hace un análisis general del papel que las mineras han estado desempeñando durante las pasadas tres décadas, los graves daños que han estado provocando, así como el enriquecimiento privado desproporcionado que estas conllevan (todo ello amparado por la ley minera) quizá podría concluirse que no sólo es necesario modificar la ley que regula esta materia sino declarar un Estado de Cosas Inconstitucional para que el Estado cumpla no sólo con sus obligaciones de protección y garantía de los derechos, sino con las de prevención, sanción y reparación establecidos en el párrafo tercero del artículo 1° constitucional.
Durante la fiesta en honor a San Miguel, cuando se agradece el inicio de la cosecha y el fin de la temporada de escasez, la comunidad recorre en procesión los linderos del centro habitado y los lugares simbólicos más importantes, refrendando la pertenencia colectiva a su territorio. La comunidad de Colombia de Guadalupe estaba incluida en la concesión minera Corazón de Tinieblas, suspendida en 2016. •