Cuando uno circula en ciertos espacios de la ciudad como Coyoacán, Iztapalapa, Tláhuac, Xochimilco, Milpa Alta, por mencionar algunos, es común que el tráfico se pare y se escuche la pirotecnia acompañada de música, mientras los danzantes y la procesión son acompañados de alguna figura católica. Sonidos e imágenes poco comunes para quienes vivimos la cotidianidad en la parte central de la ciudad.
Es frecuente salir o entrar por Morelos y tener que parar por alguna procesión, encontrar peregrinaciones por Calzada de Tlalpan u otras vías de la ciudad. Nunca falta la inconformidad de los automovilistas quienes piden que se liberen las vías de tránsito provocando una serie de conflictos con los creyentes, o quienes se sorprenden cuando conocen a alguien que viene de algún pueblo del sur y se hace algún comentario sobre lo fiesteros que son.
La historia de la Cuenca de México y su etnografía son poco conocidas, ya que existen vacíos en el sistema educativo que hace invisible la diversidad cultural de la ciudad en la que vivimos, cómo se fue urbanizando y cuáles han sido sus cambios en el tiempo.
Es muy real el título del libro del Dr. Andrés Medina La memoria negada de la Ciudad de México, debido a que hasta hace unos 20 años se ignoró a los pueblos originarios que la fundaron y que habitan territorios que dan servicios ambientales y otros a la ciudad. Hoy en día se han vuelto parte de la capital y son reconocidos como sujetos de derecho por diferentes instrumentos sociales.
Las expresiones de la religiosidad en la Ciudad de México son comunitarias en los pueblos originarios, suceden desde tiempos prehispánicos y se han transformado sus formas organizativas por diferentes motivos que responden a la historia de cada uno de ellos. Los sistemas de cargos son variados, hablamos de mayordomías, fiscalías, sociedades, peregrinaciones a Chalma, la Villa y otros lugares en los que se pueden ver alianzas y relaciones de parentesco entre diferentes pueblos y barrios.
Qué decir de muchas colonias, como las de Xochimilco, que aunque son de reciente creación, las relaciones de parentesco y la dinámica comunitaria estrecha continúan, debido a que sus habitantes son herederos de aquellas tierras que fueron ejidos en algún momento.
La normatividad de las comunidades se refleja en el desarrollo de sus festividades, que es muy parecida en todos los casos. Los cargos siempre son tomados por personas comprometidas, honestas y que entregan cuentas claras. Ser un ciudadano(a) originario(a) asegura la realización correcta de cada una de las etapas de la festividad y el cumplimiento de las promesas e intercambios entre las comunidades.
Por otro lado está el sincretismo religioso, la parte de las creencias que ha cambiado desde la colonización, y más aún con la existencia de otros fenómenos sociales que han surgido con el paso del tiempo. Penosamente, se han sustituido elementos de la cosmovisión de los pueblos y de sus habitantes, quienes poseían el patrimonio cultural inmaterial propio de un entorno lacustre hoy casi extinto.
Esto conlleva a un gran debate que podría realizarse siempre con la participación amplia e incluyente de los pueblos, las academias y los responsables en turno de ejecutar las leyes que respaldan su derecho a tener una cultura propia para manifestarse en esta urbe. Una ciudad en la que el ritmo de vida acelerado no permite detenerse un momento para otorgar el paso a una procesión que circula por una vía que es vista por ellos como un camino ritual. Es en las procesiones donde existe uno de los espacios más ambiguos, ya que se desarrolla un conflicto que no se sabe a ciencia cierta con quién es; si con el conductor o con la modernidad propia de esta ciudad.
Actualmente se han brindado espacios para las personas originarias, en ellos se ha expuesto que cada vez hay menos partícipes que quieran tomar algún cargo. Asimismo, les es más difícil poder asistir a las festividades que funcionan como un encuentro sagrado con sus divinidades. Esto permite la transmisión del patrimonio cultural inmaterial a los más pequeños –definitivamente el conocimiento se transforma, pero también se transmite-.
Otro debate es en relación a la religiosidad de los pueblos originarios, que por momentos se plantea como una necedad que no permite el avance de la población. La cohesión social es fundamental y permite redes de apoyo seguras basadas en la familia, mientras que en la ciudad el individualismo persiste y el urbícola cuestiona la cultura de los pueblos en diferentes tonos. También ignora que el agua, las nochebuenas, el cempaxúchitl, flores y plantas que decoran sus casas, muchas veces provienen de esos pueblos que tanto le incomodan.
Es cierto que no todo es estático, no todo permanece intacto en el tiempo, las propias culturas se reinventan, mientras que luchan por conservarse. Es el caso de las mayordomías dedicadas a la agricultura lacustre como la del Tularquito en Xochimilco.
La gran mayoría de los pueblos se pueden considerar guerreros, debido a la lucha que han mantenido vivas sus culturas. Falta que los urbícolas los miremos y comprendamos que sus prácticas culturales son válidas, y que no por esto, tenemos que adoptarlas. Para mejorar la situación de los pueblos y proteger su patrimonio religioso, tendríamos que colocarnos en sus zapatos y reflexionar qué haríamos si algo externo nos pusiera en riesgo. ¿No nos sentiríamos agredidos?
Es conveniente comenzar a poner estos temas sobre la mesa si queremos proteger el patrimonio cultural inmaterial de estos pueblos, pues es claro que no se ha atendido la necesidad de dar a conocer sus derechos a la población en general o entre ellos. El por qué de esta necesidad es sencillo: es valioso saber compartir el espacio, respetar las creencias y formas de expresión de la religiosidad de cada persona. Promover relaciones armoniosas en un mundo diverso y complicado, es una labor pensada para realizar todos los días, pues simple y sencillamente hablamos del derecho a ser quienes son. •