La Ciudad de México es un territorio socio-histórico que ha tenido diversas modificaciones y usos que hoy la consolidan como una de las ciudades más pobladas a nivel mundial, sin embargo, vale recordar que la ciudad de México se conformó de manera particular, en una superposición entre lo rural y lo urbano, de manera que pese los intensos procesos de “modernización” por los que ha atravesado a lo largo de dos siglos, es una ciudad con un rostro rural y de diversidad cultural con identidades de los pueblos y barrios originarios (se tienen identificados más de 150 pueblos y barrios originarios), los cuales cuentan con una parte importante de su territorio y a la vez parte de lo ambiental-rural con lo que cuenta aún la ciudad.
En la Ciudad de México el gran proceso de crecimiento urbano y expansión exhaustiva se dio desde finales del siglo XIX y durante los posteriores SXX y XXI, principalmente sobre los pueblos y tierras existentes, los cuales fueron transformándose gradualmente en zonas habitacionales urbanas e industriales, encimadas en formas de organización rural con suelos fértiles y agrícolas; la modificación abrupta del paisaje fue el signo más evidente. Le siguieron el incremento demográfico y las transformaciones en los patrones de reproducción de su población, tal fue el impacto al suelo rural- campesino, que hoy se tiene calculado la pérdida del 49% de los núcleos agrarios de los 93 que existían originalmente. Hoy en día, 59% del territorio de la Ciudad de México es rural, con suelos de conservación, agrícolas, ganaderos, bosques, cañadas, lagos y humedales, que son amenazados cotidianamente con el avance de la mancha urbana y la transformación del uso del suelo. Cabe mencionar que, en 2017 la CPCM estableció una tercera categoría: el suelo rural. Con base en la nueva clasificación y considerando que la superficie de la ciudad cambió, se observa que al año 2020 la superficie del suelo urbano ocupa el 42% del territorio, el suelo de conservación ahora ocupa 38% respecto del 58% que ocupaba en 1996, lo anterior porque se le resta el 20% que ocupa el suelo rural.
Es importante recordar que el proceso de conformación territorial de la primera parte del SXX estuvo marcado por dos procesos: uno urbano y otro rural. El primero por la importancia de ser sede del núcleo de poder nacional hasta la fecha, la Ciudad de México es centro estratégico de la vida político-económica del país. El segundo agrario, pues la aplicación de la reforma agraria, producto de la revolución mexicana, se dio en el entonces Distrito Federal hacia la segunda década del siglo y se sabe que fueron de los primeros repartos, restituciones de la tierra que se hicieron a nivel nacional y muchos pueblos de origen indígena se convirtieron en sujetos agrarios con dotación de tierra, complejizando más las características de lo rural, lo étnico, lo agrario de los pueblos en la ciudad, lo que sin duda impactó y le dio un carácter peculiar al desarrollo territorial que tendría la ciudad a posteriori.
Esta doble identidad de la Ciudad de México (urbana y rural) ha provocado visiones políticas y de ordenamiento territorial que no terminan por abarcar los dos aspectos de manera integral, por ejemplo, tenemos por un lado el ordenamiento territorial ambiental y por otro el suelo urbano -aunque la propuesta de Ordenamiento Territorial para la Ciudad de México, propone integrarlo, habría que ver los retos de este planteamiento-. Además de que la primacía urbana ha ido consolidando la idea de ciudad central-moderna donde las periferias como Álvaro Obregón, Coyoacán, Cuajimalpa, Magdalena Contreras, Tlalpan, Xochimilco, Milpa Alta, son sobrevivientes de la mayor parte del campo chilango y se ven permanentemente presionadas por la urbanización.
De acuerdo al INEGI, en la Ciudad de México, 25 mil 794 personas se dedican a actividades económicas del sector primario, 80% son hombres y el restante son mujeres. Se calcula que el tipo de propiedad más común en la Ciudad de México, en cuanto a número de predios correspondientes a tierras de cultivo es de propiedad privada (16,788.82 ha), sobre todo en las zonas chinamperas, pero en cuanto a superficie la más común es la propiedad comunal con 11,560.50 ha. La mayor parte se encuentra en suelo de conservación y en suelo rural. Los principales cultivos son de temporal, plantas de ornato y algunas hortalizas. Se destaca la producción de romeritos y de nopal, dentro de los primeros lugares a nivel nacional.
En la ciudad campesina también hay una ciudad indígena, pues ambas condiciones, según Armando Bartra, son las caras de la misma moneda. En los campesinos urbanos algunas de sus fiestas religiosas siguen marcadas por el calendario agrícola mesoamericano, sus formas de organización comunitaria están basadas en sistemas normativos propios de raíz indígena, y sus relaciones se caracterizan por la proximidad de parentescos. Su patrimonio cultural de saberes y praxis les ha ganado el mote de pueblos originarios, reconocidos actualmente en la constitución local en los artículos del 57 al 59. Algunos se dedican a producir el campo que no ha sido ganado por la ciudad, sobre todo, destaca la chinampa (sistema de producción agrícola prehispánica), la tierra agrícola en la zona de terrazas, en los bosques, subsistiendo creativamente entre la pervivencia de una cultura milenaria y la innovación, con todo y los problemas de agua, especulación inmobiliaria, disminución de áreas verdes o de valor ambiental. Destaca también en su quehacer la pluriactividad (combinación de actividades agrícolas con otras, por ejemplo, el comercio), como en ferias y exposiciones agrícolas y artesanales, plantas medicinales y medicina, turismo alternativo y patrimonial, agricultura urbana y periurbana, etc.
Tal complejidad de la vida rural en la Ciudad ha llevado a implementar una serie de programas y políticas que han tratado de atender sus particularidades. Destacan la SEDEREC (Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades) 2015-2018, la cual tenía como objetivo el fomento de las actividades agropecuarias y el respeto de los derechos e inclusión social de las personas indígenas migrantes y habitantes de pueblos y barrios originarios, destacando el impulso a la actividad agrícola. Si bien esta Secretaría trató de integrar la doble identidad del campo chilango rural-étnica, lo cierto es que los alcances en términos tanto presupuestales como de derechos eran limitados.
También destaca la Secretaría de Pueblos y Barrios Originarios e Indígenas Residentes (SEPI), cuando en 2018, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México anunció la desaparición de SEDEREC y la creación de la SEPI, en la supuesta correspondencia de la Constitución local para el reconocimiento de derechos de la diversidad cultural. La SEPI tendría como responsabilidad: “establecer y ejecutar políticas públicas y programas en favor de pueblos y barrios originarios y comunidades indígenas residentes, promoviendo su visibilización y dignificación, como sujetos colectivos de derecho, garantizando su legítima participación política mediante el diseño y la ejecución de consultas indígenas”. De esta manera se anunciaba la separación de lo rural y lo étnico, pasando el tema de la conservación a la Secretaría de Medio Ambiente y los temas en materia de desarrollo rural a cargo de la CORENADER (Comisión de Recursos Naturales y Desarrollo Rural), desde donde se regularán y fomentarán acciones en materia de manejo integral y sustentable del suelo de conservación, territorios forestales, producción, cultivo y manejo de los ecosistemas de la Ciudad de México. Si bien, esta división implicaría una especialización y fortalecimiento de atención a las necesidades de los actores rurales de la Ciudad de México, lo cierto, es que su división a veces deja fuera algunos aspectos de mayor integralidad en cuanto a su complejidad de identidad étnica-rural. Además, la consolidación de participación política en los pueblos no ha logrado concretarse para avanzar hacia una ciudad pluricultural como marca el artículo 2 de la Constitución local.
Con todo, la ruralidad chilanga resiste en la praxis, en sus campesinos, en sus pueblos originarios, su cultura y autonomía, en seguirse colando para hacerse visibles en políticas públicas, programas y visiones que no terminan de comprender su persistencia en la vorágine de concreto. •