dos días de haber sucedido a Boris Johnson, la primera ministra británica, Liz Truss, anunció las medidas con que enfrentará la crisis energética desatada durante la pandemia y exacerbada por las sanciones occidentales que buscan desquiciar la economía rusa en represalia por la invasión a Ucrania. Se trata de un paquete de políticas fiel al credo ultraneoliberal que profesa la nueva líder del Partido Conservador: la congelación de precios durante dos años para los hogares, así como de seis meses para escuelas y hospitales, no se implementará estableciendo un tope a las grandes compañías, sino canalizando recursos públicos para cubrir a las mismas la diferencia entre la tarifa de mercado
y la que ofrecerán a los consumidores. Este subsidio a corporaciones que ya han obtenido ganancias extraordinarias durante el último año supondrá un alivio de mil 150 dólares anuales para un hogar medio, y tendrá un costo para el erario calculado en hasta 151 mil millones de dólares, es decir, alrededor de 3 millones de millones de pesos.
Debe considerarse que los precios se congelarán en un umbral históricamente elevado: en mayo, una encuesta encontró que 65 por ciento de los hogares renunció a encender la calefacción y 27 por ciento se saltaba comidas ante la imposibilidad de encarar las facturas en un contexto en que la inflación general ya rebasó el nivel de 10 por ciento y según proyecciones podría duplicarse.
Además, se eliminarán de manera temporal los impuestos sobre la energía destinados a financiar la transición hacia la neutralidad de carbono y se creará un fondo de 40 mil millones de libras para garantizar liquidez a los proveedores energéticos ante la volatilidad en los mercados mundiales.
La dependencia nacional de hidrocarburos importados se combatirá con el impulso a las fuentes renovables (si bien es difícil saber con qué recursos, dado el recorte fiscal mencionado arriba), pero también con el regreso de la energía nuclear y el levantamiento de la prohibición sobre el fracking, el método de extracción mediante fractura hidráulica condenado por ambientalistas y científicos debido a sus enormes riesgos. No es casualidad que todas estas disposiciones parezcan pensadas por una empresa petrolera y no por un gobierno comprometido en la retórica con la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero: Truss fue ejecutiva de la multinacional Shell.
Pero la electricidad y el gas no son los únicos problemas que afronta la recién llegada a Downing Street. Durante 12 años de gobiernos conservadores se ha profundizado la infrafinanciación del sistema de salud, cuyo deterioro se traduce en largas listas de espera para recibir tratamiento, saturación de los servicios de urgencias y escasez crónica de personal. A esto se suma una oleada de huelgas en diversos sectores estratégicos, como puertos y ferrocarriles, en demanda de que los salarios respondan al drástico incremento en el costo de la vida, un desafío explosivo en manos de una líder que se niega a cualquier entendimiento con los sindicatos –su modelo a seguir, Margaret Thatcher, es recordada por su brutal ofensiva antisindical–. Por si fuera poco, el papel adoptado frente a la guerra en Ucrania presiona al Tesoro, pone al país en la senda de una indeseable carrera armamentista y complica acuerdos internacionales necesarios para mejorar la situación de sus ciudadanos.
En medio de todas estas convulsiones, la muerte de la reina Isabel II cimbra a una sociedad acostumbrada a encontrar en la monarca un punto de referencia y un símbolo de estabilidad cuando todo cambiaba. Sin importar la opinión que se tenga de las monarquías y las vetustas nociones de realeza
, lo cierto es que en las siete décadas de su dilatado reinado la representante de la Casa de Windsor supo convertirse en una institución por derecho propio, y que su estilo de ejercer su investidura la hizo acreedora del cariño y el respeto de una vasta proporción de sus súbditos, quienes sin duda la echarán en falta en momentos en que su nación parece haber extraviado la brújula.