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Relatos del ombligo

Milpa Alta y su mero mole

C

elebrar una boda, fiesta de 15 años, el nacimiento de una chamaca o un suceso –cualquiera que sea– sin una cazuela de barro en cuyo interior haya guajolote, cerdo, pollo o res cubiertos de espeso mole, significaría que esa ocasión especial ha quedado trunca en su debido festejo, pues, como dijo Alfonso Reyes, “…negarse al mole casi puede considerarse una traición a la patria”, y es que de nadie es duda, en su sano juicio, que salir de una fiesta sin manchas en la ropa que dejen evidencia inequívoca de que ahí se disfrutó de un buen mole, es comparable a un bautizo sin bolo o a una novia sin ramo.

Como parte de una historia construida durante el virreinato con la que se intentó invisibilizar nuestra identidad y hacer creer que la historia de México comenzó en el siglo XVI con la llegada del dios que trajeron los españoles, existe una versión sobre la creación del mole tan inverosímil como aquella que dice que el primer libro en América fue escrito en latín, cuando mucho antes de que Jerónimo de Aguilar pisara tierras mexicanas nuestros antepasados ya tenían bibliotecas llenas de códices, y cocinaban guajolotes, patos o armadillos en mulli, salsa hecha a base de chiles con semillas y verduras que no era otra cosa que lo que hoy, con los añadidos propios que 500 años abonan, llamamos mole.

Siglos antes de que en un convento de Puebla una monja llamada sor Andrea de la Asunción le pusiera inventiva a un platillo que, con variantes y distintos colores, ya se comía en ceremonias celebradas en pirámides que posteriormente fueron derruidas para en su lugar colocar templos cristianos, el mole formaba parte de la enorme y deliciosa variedad gastronómica con la que hoy aún resistimos a que nuestra memoria ancestral sea aniquilada. En Milpa Alta, por ejemplo, los moles conviven con floridas lenguas prehispánicas y tortillas aplaudidas que, junto a nopales cuyo verde es tan intenso como el de la bandera nacional, son parte de un paisaje rural que en la Ciudad de México, como hace siglos, continúa siendo custodiado por volcanes.

Malacachtepec Momoxco, Lugar de Altares Rodeado de Montañas, o como hoy le decimos: Milpa Alta, tiene a Teuhtli de guardián. Cuando Tezcatlipoca Azul fue el primer sol, encendió una fogata con Quetzalcóatl y Tezcatlipoca Rojo en la que crearon a gigantes, entre ellos unos guerreros llamados Popocatépetl y Teuhtli, que defendieron a su pueblo de seres primitivos dedicados al saqueo. Cuando los jóvenes gigantes no peleaban en batallas, entrenaban entre ellos, lo que causó que, al ser de la misma edad, se diera una rivalidad que salió del campo de prácticas guerreras para trasladarse al ámbito romántico cuando ambos se enamoraron de la misma giganta: Iztaccíhuatl.

De hermosa figura, inspiración de la naturaleza y obra maestra de dioses que en lugar de corazón le colocaron un tezontle –razón por la que al cantar encantaba a quien la escuchara– Iztaccíhuatl esperaba que en cualquier momento uno de los dos gigantes le declarara su amor, pero cuando eso iba a suceder estalló una guerra, la más sangrienta que se hubiera enfrentado, tanto que la muerte era para los gigantes inminente por lo que Popocatépetl y Teuhtli coincidieron en que debían proteger y salvar a Iztaccíhuatl.

Popocatépetl fue el encargado de sacarla del valle de México, en dirección al mar cruzó un campo de batalla en el que los dos sufrieron heridas, la de Iztaccíhuatl mortal, por lo que Popocatépetl la cargó y, donde consideró que era seguro, la colocó en el suelo para, después de hincarse a su lado, verla morir y dejarse llevar al mismo lugar; el tiempo pasó y en esa posición los cubrió la nieve. Teuhtli fue abatido en batalla en Milpa Alta donde aún permanece, a un lado de San Pedro Atocpan, como guardián de los 12 pueblos de la alcaldía y de sus tradiciones más antiguas.

Milpa Alta es la demarcación de la Ciudad de México en la que mayor cantidad de personas hablan un idioma prehispánico. En sus calles plazas y parques no es extraño escuchar hablar náhuatl, otomí o mixteco, lenguas que con su arrullador tono y poéticos eufemismos acompañan las muchas fiestas que, a cada rato, ahí se celebran acompañadas por el olor a copal, sonidos guapachosos y sabores que van desde el nopal en comal, el tlacoyo de haba, o el elote asado, hasta una variedad de moles tan sabrosos como coloridos, todos producidos en esta zona rural de la Ciudad de México que es patrimonio nuestro y que a diario, desde hace siglos, guarda la resistencia en su mero mole.