El sureste mexicano evoca una gran diversidad biocultural y riqueza de alimentos silvestres de tradición ancestral, no obstante, los hongos raramente figuran en este imaginario. Esto contrasta con lo ocurrido en el centro templado del país, donde este recurso tiene una fuerte presencia en los mercados y en las mesas familiares.
Sin embargo, las selvas y bosques mayas albergan una cantidad inusitada de especies de hongos; los estimados ascienden a 14,000 especies en la península de Yucatán y hasta 49,000 en Chiapas. Estos organismos juegan un papel trascendental en los ecosistemas, descomponiendo materia orgánica, formando asociaciones simbióticas con especies vegetales y siendo alimento para especies animales, incluidos los humanos.
Si bien no existe evidencia directa que permita dilucidar la antigüedad del consumo de hongos silvestres en el sureste de México, a partir de análisis lingüísticos podemos inferir que especies altamente consumidas como Pleurotus djamor, llamado sakitaj en al menos cuatro lenguas mayas (tsoltil, tseltal, tojol-ab’al y chuj) o Amanita jacksonii, llamada localmente k’an tsu, son reconocidas y nombradas (y muy probablemente consumidas) por al menos 30 siglos y hasta 3,600 años, respectivamente.
El consumo de hongos silvestres es parte de una compleja estrategia de uso diversificado e integral de la biota, de organismos tanto silvestres como cultivados, así como procedentes de espacios conservados y manejados. Durante la temporada de lluvias, diversas especies de hongos fructifican y son aprovechadas, aumentando significativamente la cartera de posibilidades alimentarias de las que disponen las familias campesinas, asegurando una variedad de sabores, texturas y nutrientes.
Como muestra de tal riqueza, se han registrado alrededor de 100 especies comestibles silvestres en la región. En las montañas del sureste mexicano, la especie de mayor importancia cultural es Amanita hayalyuy, o yuy¸ como se conoce en tsotsil, objeto de gran aprecio por la población de Los Altos de Chiapas y comercializada masivamente en los mercados de San Cristóbal de Las Casas por entre $50.00 y $100.00 pesos la medida (4 o 5 piezas). Otras especies consumidas y comercializadas son Neolentinus lepideus (taj chuch), cuyo valor asciende a $150 pesos por ejemplar, Hypomyces lactifluorum (chak’atob) y Lactarius indigo (yaxal manayok). Por otro lado, en las selvas mayas, las especies de mayor importancia son Schizophyllum commune, Pleurotus djamor, Favolus tenuiculus y diferentes especies del género Auricularia. En general, la gente las prefiere por su abundancia, sabor y la percepción de ser semejante a la carne en términos nutritivos.
Para poder aprovechar los hongos comestibles, la población campesina ha conjuntado un amplio bagaje de conocimientos al respecto de ellos. Esto se ve reflejado en los nombres locales de los hongos construidos a partir de sus características. Términos como yisim chij o “barbas de borrego” en tsotsil, evocan claramente las ramificaciones de las especies aludidas, del mismo modo que lo hace Chäk chaach o ‘manojos rojos’ en maya lacandón, para referirse a la forma y color del género Cookeina. Otros nombres evidencian conocimientos ecológicos y fenológicos relevantes para poder encontrarlos, por ejemplo, la especie Lepista nuda es llamada en tsotsil de Chamula chechaval mail u ‘hongo del chilacayote’, aludiendo a su asociación con tal cultivo en las milpas. Asimismo, checheval San Andrés, nombre tseltal de Armillaria mellea, se relaciona a la temporada de aparición de esta especie, cerca de la festividad de San Andrés hacia finales de noviembre.
La importancia de los hongos silvestres comestibles no solo radica en aspectos prácticos de su aprovechamiento, sino también en otras implicaciones bioculturales. Los lacandones también valoran a los hongos comestibles por su papel clave en la regeneración de las selvas, ya que tanto los kuxum che’ como los kuxum lu’um ‘hongos que crecen en los troncos’ y ‘hongos que crecen en la tierra’, son entendidos como los responsables de descomponer los residuos, reestableciendo la fertilidad del suelo y dando continuidad a la vida misma.
Entre otros grupos originarios, los hongos remiten a mitos de origen. Para algunos grupos tsotsiles y tseltales se ha reportado, de acuerdo con el investigador Glenn Shepard, la percepción de los hongos como el primer alimento regalado por Dios a la humanidad tras un diluvio destructor. Del mismo modo, los lacandones cuentan cómo Hacha’kyum, el dios creador, purificó ciertos hongos para que los humanos pudieran consumirlos. Como se puede observar, estos organismos son también símbolo de identidad y pertenencia.
Sin embargo, hoy en día, tal riqueza de conocimiento se ve amenazada por el desplazamiento de alimentos tradicionales por comidas procesadas, el alejamiento paulatino del modo de vida campesino y la migración, entre otros factores, provocando que el conocimiento y aprovechamiento de los hongos esté cayendo en desuso. Asimismo, intoxicaciones accidentales por consumo de hongos silvestres tóxicos han desencadenado políticas públicas de desincentivación del consumo, e inclusive la prohibición de su comercialización. Tales fenómenos y políticas sin duda ponen en peligro la continuidad y supervivencia de esta práctica biocultural.
Es necesario recuperar estos conocimientos y tradiciones, revalorarlos y revitalizarlos para contribuir a un aprovechamiento sustentable de los productos forestales y garantizar esquemas de alimentación basados en tradiciones bioculturales propias como el aprovechamiento de los hongos silvestres comestibles. •