El dominio sobre la tierra
El 10 de septiembre del 2003, durante la quinta reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que se llevó a cabo en el Centro de Convenciones en Cancún, México, a mil metros de ahí, en las vallas rojas que establecían el límite entre los que toman las decisiones y las personas afectadas, Lee Kyung Hae, un campesino surcoreano, clavó una navaja en su pecho como prueba mortal de la desesperación frente a la quiebra. “WTO kills farmers” afirmaba en el cartel que llevaba consigo durante las manifestaciones. Oscuro escenario se presentaba a los campesinos de los países que se encuentran tras bambalinas del desarrollo y el progreso.
Entre la diversidad de contingentes contra la OMC, los trabajadores de la tierra exigían la salida de la agricultura en las negociaciones. Las medidas tomadas en la década de los noventa que, entre otras cosas, abrieron fronteras a una vorágine de productos subsidiados e industrializados de poderosos actores agroindustriales, mermaron sus condiciones como productores. En esos días, después de la quiebra y la muerte, al menos a algunos, les quedaba la tierra.
Las negociaciones de la OMC en 2003 cerraron sin acuerdos, pero el daño estaba hecho. Cuatro años después, la crisis alimentaria resultado de los altos precios del petróleo, exacerbada por movimientos especulativos, ocasionó el encarecimiento de los insumos para el campo, fortaleció a las empresas agroindustriales y profundizó la precariedad de los pobladores rurales.
La búsqueda de fuentes alternativas de energía y el alto precio de los alimentos provocó que la ojiva de los inversionistas apuntara hacia estos territorios configurando el binomio alimento-combustible, conformado por monocultivos flexibles que convirtieron valles, bosques y selvas en campos de soya, palma aceitera, maíz y caña. El impacto es multidimensional, ya que no sólo arrasa con la fertilidad de suelo, sino también con la riqueza en términos organizativos y simbólicos en torno a la tierra como medio de subsistencia. La propia heterogeneidad de los productores rurales implica una subordinación diferenciada a estos emprendimientos tanto como socios, deudores, asalariados y/o a través del franco cercamiento, desplazamiento y represión.
La concentración de tierras por parte de inversores transnacionales llegó a 35 millones de hectáreas en 2012; según la organización GRAIN y Land Matrix, en 2022 registra casi 64 millones de hectáreas. Estas cifras pueden crecer si se agregan las transacciones por parte de capitales domésticos y otras estrategias de empresas transnacionales para obtener mayor acceso a tierras evadiendo la legislación, incluyendo superficies menores de 200 hectáreas. Aunque en 2014 el precio de los alimentos comenzó a bajar, el control y transacciones de tierras no cesó, así que es necesario hablar de un proceso de control sobre las tierras que va más allá de transacciones a gran escala. En este sentido, el actual contexto de pandemia y el impacto de la guerra en los precios de alimentos e insumos, facilita la operación de estrategias de expansión y dominio con amplio margen de acción e impunidad.
Más allá de los tipos de cultivos y a través de la crisis capitalista del siglo XXI manifiesta en el sector informático, inmobiliario, alimentario, ambiental, sanitario y productivo, podemos observar que, ante el riesgo y la búsqueda de rendimiento, la tierra aparece como una forma de inversión segura para los agentes económicos cada vez más fortalecidos por la interconexión de mercados a nivel planetario. Ahora fusionados, un ejercicio de expansión del monopolio con actividades diversificadas y complejos sistemas de negocios, les permite especular con la tierra no sólo para producir, sino que la transfiguran en un “activo contra el riesgo”, pensando en rendimientos futuros ante la inestabilidad de los mercados. Lucran con la probabilidad y la incertidumbre que ellos mismos crean. Por si esto fuera poco, al mismo tiempo obtienen el control del acceso al agua, hidrocarburos, metales y biodiversidad. Es un despliegue polifacético del dominio sobre un medio de subsistencia vital que es la tierra.
Como bien advierte Marc Edelman, del Hunter College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, el acaparamiento de tierras no es un fenómeno coyuntural, sino un proceso de largo aliento que implica no sólo el desplazamiento de comunidades; sino también la escala y el control del proceso productivo a través de intrincados instrumentos de poder ejercidos por representantes de distintos niveles de gobierno y empresas. No hay que perder de vista que esta insaciable búsqueda de ganancias trasciende fronteras y para esto necesita mediaciones.
La lucha por la tierra ha caracterizado históricamente el choque entre el orden dominante y las comunidades rurales. La disputa es por la subsistencia en términos materiales y simbólicos. La presencia de movimientos sociales en defensa de la tierra y el territorio es una constante que interpela al “nuestro futuro ya no está en nuestras manos” que escribió Lee Hyung Hae en un texto que repartió antes de morir… ¿Entonces en manos de quién está? •