Nos hablan de la angustia ante la llegada del parto y del temblor ante el acecho de la muerte.
Martin Heidegger. Holzwege
El principio y el fin. En los dos acontecimientos límite que son nacer y morir está presente la mujer: la mujer que da a luz y la mujer que amortaja. Y si en la muerte se apersona la nada en la parición se hace patente el ser.
El parto -me dicen- es una experiencia pura, dura y desnuda donde trascendiendo la contingencia del alumbramiento emerge la vida como revelación. Epifanía como todas universal, pero a la vez radicalmente femenina; femenina en un sentido ontológico y no solo biológico.
La muerte como experiencia póstuma no tiene género, el nacimiento sí lo tiene. Y es que con independencia del sexo del nacido es siempre una mujer la que lo trae al mundo; la que oficia el tránsito de la biología a la humanidad, de la naturaleza encerrada en si misma al mundo abierto de las infinitas posibilidades.
La engendradora por antonomasia no es la naturaleza en general sino la mujer. El verdadero milagro de la vida es el de la vida humana y solo por generosa analogía se lo atribuimos a una “Madre Natura” cuya creatividad es de otro orden; lo suyo es causalidad y azar, lo nuestro es imaginación y riesgo; lo suyo es evolución lo nuestro es historia.
Porque, además, aunque que le pese al biologicismo falsamente cristiano de Provida el auténtico origen del embarazo deseable no es físico sino metafísico, no la inseminación sino el acto de amor por un todavía inexistente. Y el parto tiene una dimensión obstétrica y otra ontológica; es en sentido estricto una iluminación.
La intransferible feminidad de la desnuda experiencia de parir, labor metafísica por la que el ser se asoma tras los entes, confiere una especial profundidad a otras manifestaciones de lo femenino.
No es casual entonces que cuando el filósofo Martín Heidegger trata de explicarnos como es que en las obras de arte el ser se deja ver tras los entes representados, se refiera al par de rústicos zapatos que en varias ocasiones pintó Van Gogh; unas gastadas botas de campesina, unos zapatones de mujer. Calzado usado por una mujer de la tierra, quien no tiene que aparecer en la pintura para ser parte de la alegoría que, remitiendo los zapatos al andar, nos revela un mundo regido por el nacer y el morir.
Los escritos de Heidegger son oscuros, crípticos, difíciles de entender, pero cuando tiene que poner en palabras lo que ve en la pintura de Van Gogh su voz se vuelve transparente, límpida, casi literaria… quizá porque solo el arte puede traducir lo que hay en el arte.
Lo que sigue lo escribió el alemán a mediados de los años treinta del pasado siglo y se publicó en una compilación de textos titulada Holzwege, palabra que significa caminos en el bosque.
“Van Gogh pintó repetidamente esta clase de calzado. Pero ¿qué es lo que hay que ver ahí? Por el cuadro ni siquiera podemos determinar dónde están estos zapatos. Son los zapatos de una campesina y nada más. Y sin embargo…
“Por la oscura apertura del gastado interior del zapato se avizora la fatiga en los pasos de la labradora. En su tosca pesadez se acumula la tenacidad de su lenta marcha por los surcos simétricos que se extienden a lo lejos en el campo que azota el viento. Sobre su piel se deposita la hastiada humedad del suelo. Bajo sus suelas se desliza la soledad de las veredas al caer el día. En el zapato vibra el apagado llamamiento de la tierra, su silencioso regalo de granos maduros y también su fracaso en los áridos yermos del campo invernal.
“Estos zapatos nos hablan sin lamento de la preocupación por el pan, de la silenciosa alegría por haber esquivado una vez más a la miseria. Nos hablan de la angustia ante la llegada del parto y del temblor ante el acecho de la muerte. Estos zapatos pertenecen a la tierra pero también al mundo de la campesina que los guarda y los usa.
“Gracias al cuadro tal vez veamos todo eso en los zapatos. La campesina simplemente los lleva, en un llevar que sin embargo no tiene nada de simple. Cada vez que muy entrada la noche la campesina se quita cansada los zapatos, cada vez que al alba y aún a oscuras se los vuelve a poner o los cambia por otros el día de la fiesta, entonces ella sabe todo esto. Lo sabe sin reflexionar. Para la campesina y para quienes viven de esa manera, la tierra existe a través de estos zapatos y de sus demás herramientas. El cuadro de Van Gogh nos muestra lo que en realidad son ese par de zapatos que relucen en la desnudez de su ser; nos muestra lo que nosotros llamamos su verdad”.
La verdad de las cosas, su ser, que se hace patente de muchas formas y sin que para ello haga falta reflexionar, se muestra también y con excepcional potencia en aquellos momentos límite que interrumpiendo el curso rutinario de los hechos desnudan de prejuicios intelectuales y emocionales nuestra consciencia obligándonos a intuir lo que está más allá (o más acá), lo que subyace. Me dicen que el parto es uno de esos momentos. •